OPINIóN
Actualizado 17/09/2025 07:49:35
Juan Antonio Mateos Pérez

Lo que ocurre en Gaza es un caso de genocidio de manual

RAZ SEGAL

Palestina es el mundo

SILVIA FEDERICI

Desde el 7 de octubre de 2023, cuando Israel respondió a la operación Diluvio de al-Aqsa con la ofensiva más brutal de su historia, Gaza se ha convertido en un territorio reducido a escombros y hambre, en un escenario donde la vida se ha vuelto casi imposible. Lo que al principio parecía un castigo colectivo se ha revelado pronto como algo mucho más oscuro: un proyecto planificado de exterminio. El historiador israelí Raz Segal lo definió con una frase que ha recorrido el mundo: “un caso de genocidio de manual”. Nombrar lo que ocurre no es un exceso verbal ni un gesto ideológico: es reconocer la verdad más desnuda.

Las cifras son insoportables y, sin embargo, necesarias para fijar la magnitud de la tragedia. Más de 60.000 palestinos han muerto bajo los bombardeos en menos de dos años; muchos más siguen sepultados bajo los escombros y decenas de miles han fallecido lentamente de hambre, sed, enfermedades y falta de atención médica. La revista médica The Lancet advirtió que las muertes indirectas podían ascender a 186.000, un cálculo que multiplica varias veces las víctimas directas. Nueve de cada diez habitantes de la Franja han sido desplazados de sus hogares, obligados a sobrevivir en tiendas improvisadas, expuestos al frío, a las lluvias, a la falta de agua potable. Gaza se ha transformado en la cárcel más grande del mundo y, a la vez, en un laboratorio de exterminio.

El genocidio no es solo un crimen jurídico, es una palabra que duele pronunciar porque convoca lo innombrable. Raphael Lemkin, el jurista polaco judío que lo acuñó tras perder a su familia en el Holocausto, lo definió como la destrucción sistemática de las bases esenciales de la vida de un pueblo. La Convención de 1948 lo codificó: matar, causar daños físicos o mentales graves, infligir condiciones de vida destinadas a destruir al grupo, impedir nacimientos o transferir por la fuerza a niños. Basta con que exista la intención de destruir, en todo o en parte, a un grupo nacional, étnico o religioso. En Gaza se cumplen dolorosamente todos estos elementos. Y la intención genocida no hay que buscarla entre líneas: está en los discursos de ministros que llaman a los palestinos “animales humanos”, en la orden de cortar agua, alimentos y electricidad, en los bombardeos deliberados contra hospitales, escuelas y convoyes humanitarios.

No se trata de una guerra convencional contra una organización armada. Es el intento de aniquilar la vida palestina en todas sus formas. Por eso se habla no solo de genocidio, sino también de escolasticidio —todas las universidades destruidas, cientos de escuelas reducidas a ruinas—, de culturicidio —bibliotecas, archivos y mezquitas arrasadas— y de espaciocidio —barrios enteros demolidos, viviendas borradas del mapa. La ofensiva no busca solamente matar, busca borrar la memoria, quebrar el tejido social, impedir que Palestina tenga un futuro. Como dijo el politólogo Nasser Abourahme, genocidio es “la destrucción intencional de la capacidad de un pueblo de existir”. Eso es lo que ocurre en Gaza.

La comunidad internacional lo sabe. En enero de 2024, la Corte Internacional de Justicia reconoció que era “plausible” que Israel estuviera cometiendo un genocidio y ordenó medidas para detenerlo. En marzo de 2025, constató que Israel había ignorado esas órdenes y que la inacción de los Estados había permitido que la catástrofe se prolongara. Amnistía Internacional fue aún más clara en diciembre de 2024: “Israel ha cometido y sigue cometiendo genocidio contra la población de Gaza”. Human Rights Watch documentó cómo la privación deliberada de agua y saneamiento “probablemente resultó en miles de muertes” y constituye un crimen contra la humanidad de exterminio. No son eslóganes, son dictámenes jurídicos y técnicos.

La magnitud de la violencia ha alcanzado niveles de sofisticación inéditos. Israel ha utilizado sistemas de inteligencia artificial como Lavender o Gospel para multiplicar objetivos de ataque, aceptando de antemano que cada decisión implicaba la muerte de decenas de civiles. Programas como Daddy’s Home identificaban a combatientes en sus casas para luego bombardearlas, aun sabiendo que morirían familias enteras. Esta es una maquinaria de muerte calculada, no improvisada. Y es posible porque cuenta con el respaldo del país más poderoso del mundo, Estados Unidos, que sigue suministrando armas y protección diplomática. Como dijo Nicholas Mirzoeff, académico judío: “Israel se ha distinguido en la barbarie gracias a la misma distinción tecnológica que lo convierte en un socio privilegiado de Occidente”.

Los intentos de negar el genocidio son también parte de la violencia. La escritora Isabella Hammad lo expresó con crudeza: “En el discurso occidental dominante, el genocidio solo puede ser cometido contra los judíos”. Ese marco mental bloquea el reconocimiento de lo que ocurre en Palestina. Pero cada vez más voces judías e israelíes lo rompen. Daniel Blatman, historiador de la Shoá, denunció que negar el genocidio en Gaza es una forma de negacionismo comparable a negar el Holocausto. Nicholas Mirzoeff lo dijo sin rodeos: “Soy judío y soy antisionista. Al mirar a Gaza lo que veo es un genocidio”. El silencio, en este contexto, es complicidad.

Este crimen no empezó en 2023. Sus raíces se hunden en la Nakba de 1948, cuando más de setecientos mil palestinos fueron expulsados de sus hogares. Desde entonces, el proyecto sionista ha seguido una lógica de colonialismo de asentamiento que, como explicó Patrick Wolfe, es “inherentemente eliminatoria”: no se conforma con dominar, busca sustituir, destruir para reemplazar. El muro, los asentamientos ilegales, los checkpoints, los bombardeos recurrentes, todo forma parte de esa lógica que culmina hoy en Gaza en una campaña de exterminio. No es una anomalía: es la continuación de una historia de desposesión.

Frente a la complicidad de los gobiernos, la sociedad civil ha levantado su voz. Estudiantes han acampado en universidades de todo el mundo, las calles se han llenado de manifestaciones, el movimiento de boicot ha crecido. Silvia Federici lo resumió con una frase que se ha vuelto consigna: “Palestina es el mundo”. Significa que lo que ocurre en Gaza refleja todas las violencias que atraviesan nuestras vidas: el racismo estructural, el patriarcado, la precariedad neoliberal, la militarización. Judith Butler recordó que “todas nuestras vidas están reguladas por formas de violencia que las hacen invivibles, por eso debemos solidarizarnos con Palestina”. La causa palestina se ha convertido en un símbolo universal de resistencia frente a la barbarie.

Nombrar el genocidio de Palestina es una obligación ética. No hacerlo es aceptar la impunidad y la negación. Lo que está en juego no es solo la supervivencia de un pueblo, sino el sentido mismo de la humanidad y del derecho internacional. Si Gaza cae en el silencio, lo que caerá con ella es la credibilidad de las instituciones que juraron protegernos de los crímenes más atroces. Como escribió Mahmoud Darwish: “Mientras piensas en otros lejos, piensa en ti / di: ojalá fuese vela en la oscuridad”. Esa vela es la dignidad de un pueblo que resiste, pero también la nuestra, puesta a prueba ante la barbarie.

El genocidio de Gaza no es un eslogan ni una exageración. Es un hecho que el mundo entero ha podido presenciar en directo. Decenas de miles de muertos, más del noventa por ciento de la población desplazada, hospitales arrasados, escuelas destruidas, hambre y sed convertidas en armas de guerra. Todo ello cumple con los elementos que definen el crimen de genocidio. Y cada día que pasa sin que se actúe es una confirmación de que la humanidad se está traicionando a sí misma. Gaza es hoy el centro del mundo, y nuestra respuesta a su tragedia definirá lo que entendemos por ser humanos.

Etiquetas

Leer comentarios
  1. >SALAMANCArtv AL DÍA - Noticias de Salamanca
  2. >Opinión
  3. >Gaza: la herida del mundo