Los intensos se aprestan a volver a sus abrevaderos oliendo a goma de borrar y a plástico para forrar los libros que, heroicos y machacados, salen del paquete de las becas con los bordes desgastados y los lomos heridos, pero tiesos, dispuestos a la batalla. Y la batalla se preparan nuestros chicos prestos a sentarse de nuevo en las aulas, esperando el porvenir y hasta las vacaciones de Semana Santa, que los hay que lo primero que se estudian es el plano de los puentes, el recorrido de los acueductos y hasta las fechas más lejanas de carnavales. Tienen ganas de empezar, pero no tanto, los intensos.
A mis preciosas sobrinas de la capital que vienen a las Ferias todos los años, dispuestas al ruido y a las luces, la dispersión de las fechas de otras comunidades ya las ha mandado al redil de la costumbre. Mientras nosotros vamos y venimos caminando del corazón a nuestros asuntos, ellas, las madrileñas salerosas, se suben a los autobuses del extrarradio y regresan tarde a la casa con hambre de merienda. Nuestros intensos de barrio que caminan como quien no quiere, arrastrando los pies y la cartera llena, son privilegiados. No les disparan desde un edificio maltrecho, no les falta bocadillo en la faltriquera, no tienen que dormir en una ruina o en una tienda de campaña. Son criaturas mimadas que tiran la comida y arrancan páginas de los cuadernos para hacer bolas de papel. No sufren la pérdida de los suyos o la posibilidad de huir en una patera. Son hijos del privilegio a pesar de todas sus carencias, y hasta el chico nuevo que vive en un centro y que seguro tiene en la mochila una historia de abuso y de impotencia, sabe que sus pasos ahora son seguros, que el suyo será, confiemos, un camino cuidado porque a eso nos comprometemos todos los días. A cuidar a los intensos.
Envueltos en el blanco de los ángeles, mueren los niños de una franja de tierra tan volátil ante la historia como nuestra desmemoria. Y con ello nos alimentamos día tras día, en la mesa de la abundancia y de la insignificancia. Y somos egoístas, egoístas ante nuestras pequeñas carencias, nuestras inquinas estúpidas, nuestro día a día en el que no agradecemos ni el sol del membrillo ni la comida que comemos. Estamos en la paz de las charlas políticas escoradas y violentas, sí, estamos en los días de regreso, estamos a la espera de los intensos, estamos en un septiembre que confía en la lluvia y en ser mejores. Y mientras, los niños que no tienen comida ni escuela nos interpelan, y mueren envueltos en el sudario de la costumbre.
Charo Alonso.
Fotografía: Fernando Sánchez Gómez.