Los ignoré. Referí el escenario de la mañana. Me olvidé de ellos. Fue de ese modo como, sin intervención mía, aparecieron.
Lo malo de sentarse a escribir una columna, en teoría sobre libros y lecturas, más un complemento que al menos por ahora no atinamos a describir, «nombre propio» (como sabemos, la columna se llama «El nombre propio, el libro y la lectura», es que el escaso lector que por accidente u otra causa se acerque a escudriñarla, probablemente perderá el tiempo en vano, sin sacar ningún provecho de sus seis minutos de tiempo (elegimos no usar la variante «vida» para que suene menos áspero). Seis minutos de tiempo no es poca cosa, para invertirlos, o desperdiciarlos, en un fin sin causa que lo justifique. Por ese motivo, de antemano nos disculpamos. Inventaremos algún parlamento, o describiremos algún objeto imaginario, para llevar a su término esta columna que quizá, por hoy, habría debido no tener inicio.
La práctica de la escritura creativa, al menos en nuestro caso, que parte de la edad adolescente, hasta arribar al día de hoy cuando el camino de la vida ya no sube arriba, sino que baja abajo, con énfasis en el arco del 2016 al presente, cuando hemos redactado nuestra columna, desemboca en la percepción de que la escritura, al igual que la realidad, carece de enmiendas. Ningún paño cosido tapa las múltiples imperfecciones, o desperfectos, que vamos dejando al paso. La trama de lo que existe, tanto en el plano humano con nuestras acciones, como en el natural con lo que pasa en el entorno, discurre por un camino sin atajos ni remiendos. No podemos modificar la duración del día, ni desviar el eje de rotación de la tierra —a menos que construyamos la presa de las Tres Gargantas, del río Yangtsé. Sobre esa base, por lo tanto, que responde a la verificación del mundo con base en la ciencia, con nuestras caídas y cavilaciones nos movemos en un ambiente concorde con esas elipsis, recogiendo y proporcionando suministros del ser de lo que nos rodea. Lo que hay es lo que hay y no de otra manera.
Con la escritura sucede igual. Un escrito cobra vida cuando la, el, autor desaparece. La persona, en este grado de maestría de las letras, no interfiere con lo expresado. Como el fraile de Fontiveros en las narraciones fantásticas que dejé de leer años atrás, recoge, de manera simbólica, sus pies descalzos debajo de la túnica y no hace alarde de ningún mérito contraído con la penitencia. El ser humano, a decir verdad, es lo que más estorba en un objeto artístico, por más que ese objeto nunca pueda llegar a existir sin él. La percepción de la armonía en la mancha de tinta impresa en la página proviene del silencio que la cubre. Entre mayor sea la distancia que medie entre la obra de arte y la, el, autor, en igual proporción resultará nueva y no vista la perspectiva cobrada en relación con el objeto señalado. De un modo quizá más gráfico, podríamos decir que equivale a echar llave a la puerta y girar sobre los talones, en vez de echar llave y corroborar dos o más veces que en efecto la echamos. O es como los coches que están en su tiempo.
Cambiar de un párrafo a otro implica barajar opciones e inclinarse por descartar las menos atinadas. El universo de experiencias personales, que puede resultar numeroso, en el acto de escribir se encoge, como cuello de botella. Hay que tirar del esfuerzo y la contención del aire para lograr sacar la cabeza, y de ahí el cuerpo. Por esto, en ocasiones, los autores acuden al lugar común de la página en blanco, con la angustia y el temblor —palabras, en parte, de S. Kierkegaard—, implícitas en el acto de escribir, crear. La voz narrativa, de vez en cuando, se acopla a otras voces leídas —por no decir lo contrario, que sonaría ilógico, irracional: a veces, las voces de otros autores encarnan la nuestra, se comunican por medio nuestro, o, en un sentido menos ilógico e irracional, nos expresamos nosotros a través del vehículo letrado de otras y otros—. El recuerdo llega a la pluma. El discurso brinca, o cae, y conduce su cauce por donde la otra voz lo señala.
La originalidad, pensamos, radica en conseguir un criterio autosuficiente, que dé cabida a la capacidad de procesar lo ajeno e interpretarlo con base en el uso de razón de una, uno, mismo. No hablamos aquí de tener ideas claras, ni de conseguir, menos aún, lo que un día leí que se buscaba en Opus Nigrum, de M. Yourcenar. La lucidez más prístina (perdón por el horrible adjetivo) anida en la acogida de la duda y la incertidumbre. A oscuras y segura, en palabras de San Juan de la Cruz, avanza a tientas el ser creador que a la postre, en el mejor, o peor, de los casos consigue poner el punto final y deshacerse del escrito. Esto fue lo que leí en un poema que encontré en la alacena de la cocina. Lo saqué del frasco de vidrio del azúcar, vacío. Lo había olvidado hace años. Me senté a transcribirlo, sustituyendo un par de versos por otros, debido a que el agua había desvanecido esa parte. El inicio, tachado, lo conservé tal cual.
[Inicio del tachado.] Los gatos aparecen confundidos
inmóviles, vibrantes, cautelosos,
mis pasos los vigilan, minuciosos,
los siguen [Fin del tachado.]
Laz luz de la mañana la derrama
el alba que se asoma en la montaña.
Su música, serena, el rocío
lo esparce en la calle que camino.
Mi voz en mi adentro se sosiega,
descansa en las piedras que mis plantas
lastiman con su paso acostumbrado.
Escucho, en silencio, lo que pasa.
Recojo en mis pupilas lo que veo,
anido en el pecho lo que siento,
me alejo del instante y me pierdo
ahí en la espesura cotidiana.
Un gato me vigila, otro gato,
igual que ese gato otro gato
igual al anterior, de porcelana,
hermosos con sus botas y bigotes.
Esta semana percibí un anuncio del otoño, que viene, como suele hacerlo por estas fechas. Primero fue con las manchas amarillas, cafés, de las copas de unos árboles. A continuación, con una hoja desprendida, a un costado del camino. Por último, me parece, con las flores de loto, descansadas y erguidas en la tarde con el soplo ameno de una tregua del verano. Las estaciones del año, lo sabemos bien, ahora corresponden más a un ejercicio de la imaginación, que a una constatación de los hechos. No referiré los incendios forestales, ni otras tragedias derivadas del cambio climático. Pero a pesar de eso, que mucho, o algo, tiene que ver con el paso de la mujer y el hombre por el mundo, la naturaleza no deja de responder a sus preceptos acogidos desde el tiempo de nuestros antepasados. Esas leyes no cambian, tal como no lo hace la configuración genética, molecular, de los elementos irremplazables de la creación. Tal como lo hace el aspirante a escritor, en busca de un lienzo de tinta tembloroso, la vida misma, por partes iguales temblorosa, no deja de esconder un sentido palpitante debajo de lo percibido por los sentidos.
En cuanto a la crítica literaria, o la estética, o lo que por motivos de humildad no puedo atribuirme, una poética, me gustaría pergeñar siquiera un tercio de docena de renglones, para referir el desabrido fruto de un pensamiento peregrino que rozó con su ala mi oreja el otro día. El poeta no crea la poesía de manera directa, no escribe la palabra «rojo», para referir el color. No le dice a la persona querida «te amo». El poeta, ajeno a las reacciones inmediatas, prepara con el lenguaje el escenario, para que los actores, que no son ella, él, salgan e interpreten la obra. El poeta escribe la silla, la mesa, el billete secreto, la ventana, la ventana del edificio de enfrente, la luz de la bombilla que se apaga en ese cuarto al otro lado de la calle, el paso del coche. A continuación, sin que ella, él, intervenga, aparecen los personajes en sus respectivos lugares, interpretando las claves dejadas en silencio.
Lo referiré con otro ejemplo. El hombre siembra y cuida el árbol que florece. En ese momento, los pájaros del cielo bajan a embriagarse con el licor verde de su copa. Los pájaros, evidentemente, no los trajo con sus manos. Así me sucedió, me parece recordar, con el poema de los gatos. En el inicio tachado, ingenuo, pretendí hablar de ellos, aprisionándolos en un verso medido. Ellos nunca aparecieron. Abajo, en cambio, los ignoré. Referí el escenario de la mañana. Me olvidé de ellos. Fue de modo como, sin intervención mía, aparecieron. Abrieron los ojos.
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