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CULTURA
Actualizado 10/09/2025 19:10:28
Charo Alonso

Visitar el Museo del Comercio y la Industria de Salamanca es un viaje en el tiempo

Hace un anfiteatro que abraza, la entrada del Museo del Comercio y la Industria. Generosa para el baile, el teatro, el encuentro del que son testigos las dos estatuas de Gonzalo Coello Campos. Debe la ciudad ganar espacios para la gente, para esa reunión en torno a la cultura, para ese museo abierto a todos en torno a la memoria.

Es el Museo del Comercio un rincón especialmente salmantino. No está en el circuito del centro histórico turístico, sino en la memoria de nuestros corazones allí por Prosperidad, Paseo de San Antonio, Camino de las Aguas, Campoamor… qué hermosos los nombres de los lugares de la nostalgia. Esa que aún ve erguirse el depósito de agua demolido en el 2002, después de que tan bien sirviera para llevar el milagro, no ladrillo a ladrillo, sino gota a gota, a las casas salmantinas desde finales del XIX. Ya decía el Doctor en Electrotecnia, experto en Carlos Luna, Eladio Sanz, los restos de nuestra industria deben ser cuidados como monumentos que son… y de ahí la necesidad de este museo, también de la Industria, con el que él tanto ha colaborado.

Un museo del Ayuntamiento y de la Cámara de Comercio e Industria que nos acerca a la historia de nuestra intrahistoria, a lo pequeño que nos dio de comer, que iluminó las calles con el recuerdo de sus escaparates, y antes, de sus vendedores ambulantes. El comercio es propio del hombre, su esencia tras la caza y la siembra, de ahí que iniciemos el paseo por la prehistoria, para pasar a esa Ruta de la Plata que nos convirtió en un punto en el camino, Salmántica y Helmántica que se hizo universitaria en la Edad Media.

Pasea el fotógrafo por la historia como lo hacen los niños cuando recorren este museo tan bien preparado para ellos. Ellos que disfrutan de sus actividades interactivas mientras los mayores hacemos un ejercicio de nostalgia. Porque más allá de que aprendiéramos de los romanos el arte de la construcción, de los árabes el de la teja y la orfebrería venida de Oriente, lo que nos importa a los que ya tenemos una edad, es ver aquello que nos fue familiar y recordar lo diverso de nuestra pequeña industria de manos artesanas: barro en tierras de Alba y Tamames, cestería en la zona de las Villas, telas, legumbres, cereales de harineras en cada recodo del río… Y la memoria tiene nombres propios, los Méndez y su taller de orfebrería, ofrenda de una familia que sigue en el banco de la paciencia creando belleza; Mangas el guarnicionero, amigo de mi padre, que hacía del cuero una parte de nuestra piel… y las velas de los Cacho, los amigos de Ángel Alonso, quien también pertenece a una familia de industriosos comerciantes de máquinas de coser… tantos y tantos nombres de nuestro día a día… día de pesos y medidas, de tiendas de productos tan lejanos que se llamaban coloniales, o abacerías, o mejor aún ¡Ultramarinos!

De la mar viene un barco cargado de caramelos de violeta que se cortan con un molde, como con molde se hacía el chocolate ahí, tan cerca de mi casa familiar, en Santa Juliana. Piezas y columnas para levantar la modernidad de Moneo y Maculet, cuando se alzó el Mercado Central de Abastos, el sueño de Joaquín de Vargas, el hacedor de la Casa Lis. Hierro y cristal para despertar a la ciudad de piedra, de harineras, de chacineros, de vendedores en los corros de todo tipo de productos de la provincia. La lenteja, de la Armuña, el almidón y los abonos, de Mirat… y los charlatanes y los vendedores gritando sus mensajes ahí donde Carmen Martín Gaite pegaba la oreja, camino al instituto, para escribir el libro que mejor nos retrata.

Comercio y vida, modernidad y tradición. Hay de todo, como en botica, en este museo. Y aun así faltan el barro, la máquina de coser, el telar bejarano… eso sí, no falta la calculadora Brunsviga y la caja registradora, el peso, la medida, la hojalata, y por supuesto, las “eshmeras”, esos folletos publicitarios que nos hablan del comercio incipiente de una ciudad con memoria. La de mi madre que compraba los aperos de la escuela en “Pablos” porque los dueños “venían siendo de Calvarrasa”, su pueblo. Memoria de carboneritos que van y vienen, como en la canción de Salamanca la Blanca. Y nos mantenemos ahí, en el recuerdo de un tiempo que tiene sonido. Y nada mejor para recordarlo, que la colección de radios de Agustín de Castro, quien, generosamente, cedió el trabajo de toda una vida para que podamos evocar los sonidos del ayer, un tiempo para cantar al ritmo de la radio, para escuchar telenovelas y consejos de esa Elena

Francis que nunca lo fue, una Elena. Radio, radio y radio donde disfrutar de un tiempo guardado en las ondas del corazón.

Nos deja un remedo de nostalgia esta visita al museo de los techos abovedados de rojo ladrillo que quisieron imitar el aljibe árabe, depósitos de agua de finales del siglo XIX que son el contenedor de este museo con espacio de cultura y publicaciones que son un regalo para quien ama perderse por la historia con minúsculas, que no es cosa menor: los Cordón, el Barato, Mirat, Moneo, Bonmatí, Tejisa… los cuadernos del Museo del Comercio son baratos, están maravillosamente editados y son un regalo muy hermoso para los paseantes de lo nuestro. Lo nuestro que el fotógrafo Andrés M. Ñíguez Carbonell recorre en su exposición temporal. 47 fotografías de “Comercios con encanto” que pasean la ciudad por esos lugares llenos de gracia que no han desaparecido de nuestros corazones. Porque somos de una ciudad que se sitúa no tanto con el nombre de las calles, sino del comercio: quedamos en el Toscano, en el Novelty, delante de Paulino… vamos recorriendo los anuncios de la infancia, esa que llamaba Delibes, la patria común de todos, todos los que, como Amador y yo, paseamos por el arenal de la memoria, aquí, en el museo al que se entra sorteando una antigua pieza de imprenta, dispuesta, sí, a dejarnos una huella en el corazón.

Charo Alonso. José Amador Martín

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