El árbol. Esther Muntañola
Cuando llegué a la casa ya estaba el árbol. Apenas vivo, algunas hojas como plumas, erizadas y sueltas, en desorden. No me gustó, no me gustó nada, ocupaba un buen espacio, el macetero medio roto, y no había hoja sana. Mi hermano podó el árbol, cambié el contenedor y la tierra y conviví con él sin pena ni gloria los años siguientes. No sabía cómo hacer para que luciera mejor. El tronco endeble, las hojas duras se resquebrajaban con mirarlas. Y ya estabas tú en el centro de mi vida cuando cayó aquella granizada que lo apedreó y estuvo casi un año hecho jirones.
No sé cómo, pero poco a poco comencé a querer a aquel árbol inútil y feo, a refrescarle el verdor, a mantener la tierra limpia de minadores, de pulgones, y todas las plagas que residían encantadas a su lado. Este invierno, ocho años después, me hizo llorar, lleno de flores, lleno de hermosas abejas zumbando embriagadas, lleno de vida. Cientos de flores. Qué esfuerzo tremendo. Y el aire lleno de olor.
Llegó la nieve, tuve miedo por él, las heladas se contaron en más de diez, volvió el granizo y no pude cubrirlo, pero aún quedaron granos preñados, se estiraron los días y se volvieron dorados los frutos. Hoy mordemos a medias este níspero humilde, hecho de sol y maravilla, y nos sabe dulce y vemos que está lleno de simiente, como todo aquello que el amor contiene.