-Mira, el mayoral.
Aprendí a conducir en la carretera que va a Vitigudino. Con un Ford Fiesta rojo que parecía volar entre las encinas. Largas rectas y un par de curvas que me aterraban. Los maestros peripatéticos no tienen más remedio que agarrar el volante, y años después, más confiada, dando clase en Extremadura, tuve certeza del infinito. Antes de llegar a Trujillo, extensión inacabable de encinas, de tierra que nunca se acaba, pueblos inmensos separados por una carretera sin fin. El horizonte desnudo ornado de esperanzas de Nuevo Mundo. Los descubridores de América partieron de ese paisaje anhelando selvas y humedades, aprendido el infinito no en un junco, sino en el mar de la tierra, en la Extremadura inabarcable. Pero tiempo antes, yo aprendí a conducir en esa carretera casi vacía que pasaba por el pueblo que no amaba mi padre, criado con su abuela en las lomas de cereal de Arconada, en la tierra de Peñaranda. Suavidad de espigas frente a los fríos muros de pizarra.
De nuevo en esa carretera, siento que recorro una cicatriz reciente. A un lado y otro, cunetas, cercas de piedra seca, árboles y carrascos están calcinados. Kilómetros y kilómetros. Ya no huele a humo, pero siento que, si pisara este suelo negro, mis pies arderían y crujiría el dolor de la hierba quemada. Ramas al viento cálido arrebatadas, hojas, copas, palos de la luz que no retoñan. La esperanza está en el agua –hasta que no llegue las Ferias, dice mi madre, no llueve en Salamanca- que recubrirá, espero, este mar oscuro de brotes verdes, de confianza en la única virtud del fuego, la de abonar la tierra. Cuando yo era niña, tras el espigadero, pasados los rebaños a rebañar lo que queda, el agricultor quemaba los rastrojos, con cuidado, pero con fuego, y luego se roturaban las esperanzas. Se esperaba sobre la tierra quemada.
Yo aprendí a conducir yendo a dar clases, sujeto y predicado, generación del 27, por esta carretera quieta y cuando iba con el de historia, me mostraba el campo con sus manadas de toro bravo. Mira, el mayoral, y yo casi daba un volantazo, dispuesta a meterme entre las encinas porque las manos iban al ritmo de los ojos. Otra vez, casi me salgo sorteando a un animal que cruzaba la carretera y mi compañero me dio una lección memorable: si no lo haces por ti, hazlo por quien te acompaña. Sin embargo, bien sabíamos ambos que si se me volvía a cruzar cualquier paseante despistado, lo mejor que podíamos hacer era rezar porque no viniera un coche por el otro carril.
Han pasado muchos años, muchas carreteras y de nuevo en esta cicatriz de mis recuerdos, evoco aquellos kilómetros de inocencia ahora marcados por el fuego, por la desolación del árbol aún enhiesto. Y la misma muchacha que ya no soy, incapaz de atropellar a un conejo, se confía: volverá a brotar la hierba entre el desastre. Y quiero ser entonces, peregrina de esa esperanza.
Charo Alonso.
Fotografía: Fernando Sánchez Gómez.