OPINIóN
Actualizado 03/09/2025 08:03:38
Juan Antonio Mateos Pérez

“Solo cuando el tiempo se demora, la vida se vuelve significativa.”

BYUNG-CHUL HAN

“Tan sólo con el ahora, considerado opaco, comienza la experiencia del tiempo.”

PAUL RICOEUR

Hablar del tiempo hoy es necesario porque vivimos en una sociedad que lo fragmenta y lo convierte en mercancía. Sentimos que nunca tenemos suficiente, que se nos escapa entre las manos mientras corremos de tarea en tarea. La aceleración tecnológica y la presión del rendimiento han vaciado el presente de hondura y nos han privado de la posibilidad de demorarnos. Preguntarnos por el tiempo es preguntarnos por la libertad, por el sentido y por la manera en que queremos habitar la vida. Porque el tiempo no es solo lo que pasa: es lo que somos.

Hablar del tiempo es hablar de nosotros mismos. No porque el tiempo sea una sustancia misteriosa que circule en el universo como un río independiente, sino porque constituye el modo en que nos experimentamos a nosotros mismos y al mundo. Norbert Elias lo dijo con claridad: “La palabra tiempo es el símbolo de una relación que un grupo humano establece entre dos o más procesos”. No hay relojes en la naturaleza; no hay horas inscritas en las piedras ni en el cielo. Lo que llamamos tiempo es una relación aprendida, una convención que nos ayuda a comparar, a coordinar, a sobrevivir.

Los hombres y mujeres de las sociedades antiguas miraban la luna y el sol, el canto de los pájaros o la llegada de las lluvias para situar sus vidas. El tiempo era cíclico, ligado a la tierra, a la siembra y a la cosecha, a los ritmos de la naturaleza. Fue la civilización la que lo volvió lineal, uniforme, regulado, hasta convertirlo en una red invisible que lo disciplina todo. Aprendimos a medirlo con relojes, a ordenarlo con calendarios, a interiorizarlo hasta que dejó de parecernos una convención y empezó a vivirse como una verdad indiscutible.

Y sin embargo, hablar del tiempo sigue siendo necesario porque nos recuerda que no es una esencia fija, sino un espejo de cómo vivimos. El tiempo no es neutro: es social, es cultural, es político. En el modo en que lo experimentamos se reflejan nuestras formas de vida, nuestros miedos y nuestras esperanzas. Y en el presente, esa experiencia está marcada por la prisa, la dispersión y la aceleración. Vivimos atrapados en una paradoja: tenemos más recursos que nunca para ahorrar tiempo, pero nunca antes nos sentimos tan privados de él. Todo ocurre demasiado rápido, y al mismo tiempo sentimos que no pasa nada que permanezca.

Byung-Chul Han lo expresó con una lucidez inquietante: “La vida actual no se desarrolla, se dispersa en episodios”. Lo que denuncia aquí no es un simple exceso de velocidad, sino una quiebra en la estructura misma del tiempo. Antes, el tiempo estaba sostenido por narraciones, por rituales, por memorias compartidas que daban continuidad a la existencia. Hoy se ha fragmentado en instantes puntuales, en secuencias sin dirección, en estímulos que se suceden sin dejar huella. La cultura del rendimiento y del consumo exige estar siempre ocupados, siempre disponibles, siempre conectados. Pero ese movimiento perpetuo, en lugar de enriquecer la vida, la vacía. La prisa roba profundidad, impide que los acontecimientos sedimenten, que la memoria madure, que el presente se vuelva significativo. La vida corre, pero no se desarrolla.

No es la primera vez que la filosofía se detiene en este misterio. San Agustín, en sus Confesiones, escribió una frase que sigue estremeciendo por su hondura: “¿Qué es, pues, el tiempo? Si nadie me lo pregunta, lo sé; pero si quiero explicárselo al que me lo pregunta, no lo sé”. Con esas palabras revelaba la paradoja esencial: vivimos el tiempo, lo sentimos en cada respiración, pero no podemos atraparlo en una definición. Para él, el tiempo humano es la distensión del alma: el pasado que se conserva en la memoria, el futuro que se espera con deseo o temor, el presente que se vive en su fugacidad. El tiempo no está en las cosas, sino en nosotros. Lo que hoy vivimos —ese presente angustiado, fugaz, disperso— muestra que hemos perdido la tensión entre memoria y expectación. La aceleración nos condena a un presente vacío, a un ahora que se consume antes de madurar.

Henri Bergson retomó esta intuición y la profundizó. Frente al tiempo homogéneo y cuantificable de los relojes, propuso la durée, la duración vivida. En sus palabras: “La duración pura es la forma que toma la sucesión de nuestros estados de conciencia cuando nuestro yo se deja vivir”. La duración no suma instantes, los deja prolongarse y entretejerse. Es cualitativa, no cuantitativa; es experiencia, no medida. Y ahí radica la clave: vivir la duración es demorarse, dejar que el tiempo se despliegue en matices, en aroma. Byung-Chul Han retoma esta imagen al hablar del “aroma del tiempo”: algo que no se captura de golpe, que no se consume, sino que envuelve lentamente. Nuestra época, al sofocar el aburrimiento con estímulos constantes, ha perdido la capacidad de habitar la duración. Pero quizá, como él sugiere, solo en el aburrimiento profundo puede surgir lo verdaderamente nuevo, porque solo la lentitud abre espacio al sentido.

Hablar del tiempo hoy es, por tanto, una forma de preguntarnos qué clase de vida queremos vivir. Si una vida que se dispersa en instantes fugaces, o una vida que sepa demorarse, recordar, esperar. No se trata de nostalgia por un pasado que no volverá, sino de una llamada a recuperar la capacidad de habitar el presente con hondura. El tiempo no es mercancía ni recurso: es la forma en que nos damos sentido. Y como recuerda Byung-Chul Han, “solo cuando el tiempo se demora, la vida se vuelve significativa”.

Quizá la verdadera tarea de nuestro tiempo consista en aprender de nuevo a demorarnos, a esperar sin miedo, a dejar que los instantes se conviertan en memoria y promesa. Aprender a oler el tiempo como quien se detiene ante una flor, como quien contempla un atardecer sin prisa, como quien escucha el silencio. El tiempo no se mide: se habita. No se domina: se respira. No se posee: se comparte. Y en ese arte de demorarse, en esa resistencia frente al vértigo de la aceleración, puede estar escondida la clave de lo humano.

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