OPINIóN
Actualizado 30/08/2025 09:08:47
Tomás González Blázquez

“Lo que no sé es qué hora es”. “La de la felicidad, Tomás: la hora de no mirar los relojes”.

Me quedé con la respuesta de María, una tarde de viernes de agosto, sin plantearle debate sobre el concepto “felicidad”. Esa misma mañana me lo había cerrado sin llegar a abrirlo su medio tocaya Teresa. Mientras tanto, solos en casa, como vienen acostumbrando, según el rito de lo que crece en silencio, los habitantes del acuario se encargaban de que a nuestra vuelta fuésemos más.

Así, calladamente, aumenta la familia. Con mayor sigilo, porque lo pequeño es más difícil de descubrir. No sabía la hora aquella tarde y tampoco sé si atribuyen a Confucio, a Lao-Tsé, o a nadie en concreto, el proverbio “hace más ruido un árbol al caer que un bosque al crecer”, formulado de esta manera o similares. Sí tengo claro que la felicidad, no como concepto sino como anhelo, traspasa la dimensión temporal que nos creemos que puede ser medida. E igual que tiene más que ver con la eternidad que con lo pasajero, hace mejores migas con el silencio que con el ruido.

Ese estruendo de las malas noticias, las que impactan y son portada, las que desencadenan broncas y batallas por el relato, contrasta con la mayoría de las pequeñas cosas cotidianas, que van saliendo razonablemente bien o acaso nos conllevan herida y cicatriz, pero escapan al juicio superficial de la masa y, en el silencio, nos acompañan en el crecimiento personal.

Como crecen en silencio los frutales que cuida con mimo mi padre, con sus podas e injertos, bajo las noches de hielo y las olas de calor, frente al pico de las aves y el complejo equilibrio de los microorganismos, así también crecemos cuando, por distintos medios, intentamos desprendernos de esas ramas que nos lastran, a menudo la vanidad y la pereza, y acogemos en nuestra fronda algún implante, hallado o reencontrado, que nos regalará un renuevo a su tiempo. Crecemos al soportar el rigor del relente y hasta la escarcha, y al resistir el embate de la canícula. Crecemos, en fin, por la vía del dolor, al reponernos de algún aguijón a destiempo, y por el camino de la paciencia, cuando al leer igualdad pronunciamos justicia.

Crecemos en silencio al cruzar esta esquina de agosto con septiembre, que viene a ser una suerte de año nuevo, cuando en las aulas todo se prepara para reanudar la travesía que apenas ayer se interrumpió. Crecemos al recoger y más aún al dar gracias por la cosecha. Crecemos al aguardar ya los colores del otoño mientras apuramos el último sorbo del verano. Crecemos al callar más que al decir.

Crecemos en el horizonte de una conquista de la felicidad sobre la que no abrimos debate y crecemos cada vez que no miramos los relojes. Crecemos cuando nos hacemos pequeños y, por esto, bienaventurados, pues así, con las bienaventuranzas, nos da Dios la respuesta al deseo de la felicidad que nos ha inscrito en el corazón para volver a Él, de Quien venimos.

¿Cómo es, Señor, que yo te busco? Porque al buscarte, Dios mío, busco la vida feliz, haz que te busque para que viva mi alma, porque mi cuerpo vive de mi alma y mi alma vive de ti. (De las Confesiones de San Agustín).

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