Desmayarse, atreverse, estar furioso: porque hace calor, porque todos van a la playa y se hacen allí una foto con la puesta del sol de fondo; porque los que no van a la playa también invaden campos, montes y ciudades monumentales y se hacen otras fotos en las que todo parece un sueño que no es.
Áspero, tierno, liberal, esquivo: porque vivir a cuarenta grados de día y a treinta de noche no es fácil; como no lo es dormir, ni trabajar, ni cuidar de ese abuelo o abuela que se quedó solo y al que los hijos acompañan por turno. Porque con la calima las respuestas a las preguntas son siempre lacónicas cuando falta el aire, el cariño, la vecina de siempre y el bar de la esquina que también cerró por vacaciones.
Alentado, mortal, difunto, vivo: cuando la alegría de muchos tiene que mezclarse, por fuerza, con la pena de unos cuantos, muchos o pocos. Porque es el tiempo de recoger cosechas y lo que se recoge son cenizas de unas cosechas que nunca van a llegar; y el amigo, el pariente o el conocido decidió invitarnos a su funeral en el momento del año en el que, teóricamente, no toca morirse.
Leal, traidor, cobarde y animoso: como el viento cambiante, como la lluvia que no llega, como las malas noticias esperables y las noticias malas que no cesan. Como el niño que aprende a nadar y tiene miedo al agua o ese otro con las rodillas desolladas de tanto caerse de la bicicleta; como el que espera que las listas del paro dejen de contener su nombre porque en verano hay más trabajo, dicen.
No hallar fuera del bien centro y reposo; ese bien que no mejora ni se hace más abundante con los días alargados y las muchas horas de luz. Mostrarse alegre, triste, humilde, altivo, enojado, valiente fugitivo, satisfecho, ofendido receloso: porque esos días de estío pasamos mucho tiempo en compañía de amigos y parientes a los que no vemos ni frecuentamos tanto el resto del año. Incluso pasamos mucho tiempo con nosotros mismos, que a veces somos muy mala compañía; sin acordarnos de las virtudes del silencio, del libro por leer, del río que discurre sin más y solo pide ser contemplado y del ir y venir de las olas sin otro fin que adormentarnos.
Huir el rostro al claro desengaño: les remito al párrafo anterior, que una en su inventiva también tiene sus limitaciones. Beber veneno por licor suave: ser capaces de aceptar la sangría como bebida (nosotros, hijos del Calimocho) y hacer correr litros de cerveza helada que, a esa temperatura bajo cero, da igual si es buena o mala. Comer con gazpacho en vez de con agua y beber agua con gas para no engordar bebiendo cerveza, que es lo que en realidad apetece.
Olvidar el provecho, amar el daño: dejar de hacer negocios, no mirar la cuenta bancaria, creer que otro mundo es posible sin que todo sea monetizable; perdonar deudas y ofensas ridículas, casi casi, que, así como perdonamos a nuestros deudores.
Creer que el cielo en un infierno cabe: incluso cuando el cielo se tiñe de rojo sin ser el crepúsculo o se llena de nubes grises que transportan pavesas y es entonces cuando, sí, efectivamente, el cielo se ha colado en el infierno y comprobamos que este último tiene llamas que se alimentan de lo que en otro tiempo fue verde rama.
Dar la vida y el alma a un desengaño: al amor que ya no espera a que se acabe el verano, al amor de verano que esperará al año siguiente en el mismo rincón de la playa donde lo dejaron; a todas las cosas que íbamos a hacer y no hicimos porque aquello era el tiempo de la pereza que no nos autorizamos el resto del año; a los seres queridos que solo vemos en esos días y a los que dejamos de ver porque, precisamente, eran esos días. A los lugares entrañables y estropeados, a los sitios a los que íbamos a ir y no llegamos, a las listas interminables de sitios a dónde ir y nunca llegaremos. A todo ello y a todos ustedes que me leen hoy que empieza septiembre, y a Lope de Vega que me prestó el soneto: esto es agosto, quien lo probó lo sabe.
Concha Torres