"La vida es un juego del que nadie puede retirarse, llevándose las ganancias"
(André Maurois)
"La vida de cada hombre es un diario en el que trata de escribir una historia, pero escribe otra"
(J.M. Barrie)
VIDA DE BARRIO
La entrada de Alfonso en Casa Manolo llamó la atención de los amigos del dominó y de Miguel, no así la del resto de la clientela que pasó de él. Había metido sus 80 años en un traje impecable, excepto por un lamparón en la solapa a modo de pin. El reloj de “cu–cu” dio las seis y cuarto cuando se sentó con el descafeinado en la mesa más cercana a la del dominó. “¿De dónde vienes hecho un figurín? —preguntó Ángel desde su atalaya de mirón”. Manolo soltó la tres seis en la dos doble y Antonio le dio un toque de atención: “¡Ya estamos! No te distraigas con el dandi, que la jodemos”. Cambió la ficha por la dos seis y secundó a Ángel: “Pareces un crupier de casino. ¿Dónde has estado?”. Por señas, dio a entender que respondería en un momento, cuando diera un trago al descafeinado.
Tras un sorbo, contestó: “Alucinado, vengo. He estado en una comunión y vengo alucinado”. Todos lo miraron y Antonio tiró de ironía, “¿Ése es el traje de comunión? Pareces el muñequito de la tarta”, antes de poner la seis blanca. “¿Tú en una comunión? —curioseó Manolo haciendo cábalas con las fichas— ¿Un compromiso?”. Un antiguo compañero del banco donde trabajó se plantó en su casa para prácticamente exigirle la asistencia a la ceremonia que su nieta protagonizaría en un pueblo cercano. La rendición fue inmediata.
Hacía años, calculó unos quince, que Alfonso no asistía a un evento de esa naturaleza y también claudicó ante la petición de su mujer de que se comprara un traje nuevo para el evento. El intento de objeción, “Comprar un traje a mi edad es un despilfarro. Puede que sólo me sirva para esta ocasión”, quedó sofocado sin remedio por la propuesta práctica de bucear en El Corte Inglés Outlet donde ella se compraba la ropa y los complementos desde hacía quince años y donde encontraron el chollo de frigorífico que tenían en casa.
Miguel se había acercado para servir la última ronda y no perdió la ocasión de chinchar: “Éste es capaz de haber comulgado. Menuda mancha… —rio señalando la solapa—. ¿Qué es, la sangre de Cristo?”. Hubo risas, pero Alfonso sabía que el cachondeo era parte del pegamento que fraguaba y daba solidez a aquellas amistades. No habían cambiado mucho las comuniones, si acaso notó más cargadas de adornos la iglesia y la concurrencia y menos respeto por la ceremonia que obligó al cura a acelerar para acabar cuanto antes ante lo inútil de sus peticiones de silencio y el trajín de gente armada de móviles grabando por todos lados, incluso por el altar, dándole la espalda al oficiante y al copón bendito.
El excompañero, su hija, el yerno y la parentela irradiaban felicidad, la hija con un modelito sugerente y un tocado rococó digno del hipódromo de Ascot, el yerno con un estilismo zafio digno de Sergio Ramos y la nieta con un modelo de Shein de inspiración indefinida. Cuando sonaban los acordes de guitarra de El reflejo de tu luz y las palmas del coro parroquial para poner punto final, se oyó al fondo el segundo gol de Joselu al Bayern que un invitado mostraba a otros dos en el móvil. “¡Lo del Madrid es la hostia! —casi gritó el del móvil”.
Pero la verdadera celebración, de la que el paripé de la iglesia fue tan sólo el pretexto, era el sarao de la hostia que celebraban en un restaurante con menú, un dúo intérprete de canciones infantiles, castillo hinchable, carrito de chuches, mesa para los regalos, fuegos artificiales y barra libre. Fue en el aperitivo de bienvenida, a la entrada, donde la solapa de Alfonso fue condecorada con un goterón de salmorejo. El traje de 70 € metabolizó el aceite, el tomate y el olor a ajo, lo único que degustaron antes de entregar un sobre con 100 € a su amigo y excusar su retirada. “¿Que os vais ya? —protestó el excompañero— Quedaros, que ahora viene lo bueno. ¡Va a ser una comunión de la hostia!”. Pero no sirvió de nada.
Uno trata de quedar bien con los amigos: y me voy a casa desmayado, con un lamparon, en el traje nuevo, sin cien euros de curso legal… y encima tengo que soportar el cachondeo de la peña… Es que hay días en mi barrio, que es mejor amarrarse al sofá… Ya te digo tú.
Fermín González salamancartvaldia.es blog taurinerías