OPINIóN
Actualizado 21/08/2025 07:51:03
Álvaro Maguiño

Las tesis más simplistas afirman que los ojos han sido creados con el fin de apreciar la belleza. De adivinar los contornos desdibujados y reconstruir lo ruinoso del recuerdo. Machado afirmaba que el sol era “globo de fuego”. Miraba desde la tierra, con la dificultad del afectado, a un dañino resplandor como si se tratase del protagonista del día. El globo me resultaba lo suficientemente frágil a mis ocho años para ignorar la poética machadiana. No quería ver la polisemia del globo ni mucho menos me habría lanzado a mirar directamente al sol para comprobar si de verdad era una bola de fuego. Si tendría la verborrea del fuego o su inestabilidad.

Impresión. Sol naciente de Monet juega con este mismo concepto. Se plantea una enorme bola roja supervisando la quietud de la neblina mañanera. Rasga el agua de Le Havre con la precisión de una costurera. Pienso en ese frío amanecer que quema la retina e intento ponerme en el lugar de las olas. Parecía una exigencia infantil contemplar el sol en su esencia más saturada e incandescente, una deuda con el incrédulo. Así, hace unos días contemplé el rojo más rotundo que se había interpuesto entre mis ojos y la lejanía. El humo y la ceniza de tierras conocidas y maltratadas inundaba la ciudad como un recordatorio constante —tengamos en cuenta que los gritos de auxilio no son amenazas— y teñía al sol de furia. Era verdad: el sol es una enorme bola de fuego. Ni ligero ni frágil, sino un punto y aparte astronómico. Podríamos ver en él al culpable a la ausencia de humanidad propia del estío, pero esto sería una acusación pueril. El señalamiento a la naturaleza, a su poder destructor e incognoscible parece algo más propio del romántico asustadizo, de aquel que contempla el paisaje de manera especular. Las llamas se erigían como la hipóstasis del temperamento arrogante y desatado. Sin orden y rompiéndolo todo como leemos en la poética de Rosalía. Ahora, oliendo la ceniza desde la lejanía urbanita, es necesario señalar otros puntos que han alimentado la pérdida de nuestros bosques. Nuestro patrimonio natural, la herencia del tiempo verde y de las espigas, ha sido acuchillado sin elegía. No habrá esquela ni ritos funerarios a la vista. Si hubiéramos sido tocados con el don —o maldición— de la profecía, las llamas habrían seguido devorando los castaños y robles de las Médulas. Los cerezos de Gargantilla seguirían calcinándose. Los brezales se perderían al frescor de las lagunas sanabresas. Este es un final que ya conocemos sobradamente. Pertenece a la memoria colectiva, como una coplilla o un dicho. Como si hubiera sido escrito por la pluma más ávida bajo inspiración divina. “Habrá de arder” llevo pensando para mis adentros. Porque el sol ha rozado con demasiada fuerza la dejadez política. Porque si no hay un plan que vigile a un Patrimonio de la Humanidad de la Unesco tampoco lo habrá para el árbol particular sin nombre ni cruz que también ha oteado alguna vaca anónima y el retintín ególatra de las avispas. Porque las olas de calor son cada vez más extensas y llanas. Y el dolor sigue siendo la constante de familias que poco o nada tienen que ver con las rencillas de terratenientes, señoritos y caciques.

Quizás nuestros ojos ya no pueden ver la belleza. Por el simple hecho de que ha sido arrebatada por intereses económicos. Alienada por resorts, campos de golf, cotos de caza, fábricas y urbanizaciones sin permiso de construcción. El sol volverá a ser esa bola roja de fuego ante la atenta mirada de los que mastican ceniza.

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