Hace un par de años, alguien tuvo la genial idea de editar y publicar todos los diálogos de Miguel Gila, que yo tardé dos minutos en comprar y menos de una tarde en leer. Algunos los recordaba casi de memoria, los disfruté y me reí como una posesa y me dije que, en estos tiempos tan políticamente correctos que vivimos, a Gila lo habrían crucificado en las redes sociales, en las televisiones y hasta en el comedor de su casa. El personaje era también para echarle de comer aparte, pero eso ahora no viene a cuento más que para recordar aquellas fiestas de Aldeamugre de los Ajos que él contaba sin mover una ceja y que terminaban con la frase inmortal: “me habéis matao al hijo, pero cómo nos hemos reído” …Y cosas bastante más gordas que esa y que aquí no tengo espacio para relatar.
Si Gila viviera ahora, ni se comería una rosca ni podría trabajar como humorista, y lo tendrían frito a pleitos. Se nos ha olvidado a todos lo sano que es reírse frente al insulto, la majadería, la estupidez y tantas otras cosas que se contrarrestan con una buena carcajada. Hace dos semanas escribí una columna sobre los absurdos diálogos (o que a mi me parece que son absurdos) entre los seres humanos y sus mascotas, y me llovieron palos de todos los animalistas de Castilla y León (más allá de estos confines no creo que me lea mucha gente) donde lo más simpático que me dijeron era que vivía en el Pleistoceno. Gajes del oficio columnista que acepto encantada, que conste. Si todos aquellos que me leyeron hace dos semanas se hubieran entretenido en leer de verdad lo que ponía la columna, quizás hasta habría logrado arrancarles una sonrisa, una de esas que ahora se venden tan caras, con lo poco que cuesta regalarlas. Ya es mucho pedir lo de “leer de verdad” en estos tiempos recios de mensaje instantáneo y jerga de Reguetón y no sé si también será pedir la luna lo de la sonrisa, o por lo menos, no lanzarse como una hidra enfurecida a por el que no tiene perro o a por el que no tiene pan, que el mal genio no distingue.
Vengo de pasar cuatro semanas ausente de la prensa y sus malas vibraciones, que una vez al año hay que poner la información en cuarentena. Me llegan ecos de políticos que intenta suicidarse porque les han pillado mintiendo sobre el currículum, de fuegos que se comen a bocados hectáreas de monte como cada verano sin que nadie pueda o quiera remediarlo, de ciudades a cuarenta grados sin una mala sombra de árbol donde sentarse, de una parte oriental de nuestro continente que mueren de hambre (sí, sí DE HAMBRE) porque otros les impiden el acceso a la comida y el agua y donde, probablemente, perros y gatos compartan la misma suerte porque pollos y gallinas ya habrán pasado previamente por la cazuela mientras los hubo. Todo eso lo asimilo como puedo de golpe y porrazo al volver de las vacaciones porque en mi trabajo estar desinformada es un lujo que no puedo permitirme.
En medio de toda esa mugre, que alguien me considere venida del Pleistoceno (o incluso del Jurásico que es todavía más antiguo) porque no entiendo ciertas conversaciones entre los humanos y los animales de cuatro patas y hocico, y me parezca que la sociedad volcada en el bienestar animal pero olvidada del bienestar humano tiene que hacérselo mirar, es poca cosa. Lo preocupante, y mucho, es que nos hayamos convertido en seres de piel finísima para ciertos asuntos caninos o gatunos, y capaces de mirar para otro lado cuando la patera desembarca en la playa a la que no hemos ido a ver pateras, precisamente. Y para que me sigan lloviendo palos, esta perla de Gila, que no era precisamente un humorista para esta gente meliflua y poco tolerante que nos rodea y con todos mis respetos para esos pobres bomberos de Castilla y León a los que mandan al frente de llamas con una regadera y dos palitos:
“Y nota usted así como que huele a quemao? Pues oiga, que va a ser un incendio; ¿La calle? No se preocupe, yo voy oliendo los portales y donde huela a quemao ahí me meto. No llegaré antes de las once que voy a pie, que el camión se lo han llevao mis compañeros a un bautizo. No se preocupe, a mi me gusta trabajar solo. En lo que llego, vaya usted echando unos cubos de agua fría para que la llama no se avive; y si ve que me retraso puede usted volver a llamar, no sea que me ponga a hacer otra cosa y se me pase lo suyo” …
Concha Torres