Tiemblan los árboles, amedrentados por anteriores experiencias, por pérdidas atroces entre sus miembros, temerosos de que la pesadilla de nuevo se repita.
Tiemblan los impresionados animales, que observaron el paisaje huyendo despavoridos, guiados nada más por el instinto.
Titilan las personas, sin acabar de saber los cometidos, esperando que el doloroso desalojo se produzca a tiempo, intentando sosegar los nervios por las posibles víctimas, por las probables pérdidas.
Rezan al horizonte las agotadas madres, deseando que sus hijos forestales regresen sin zonas quemadas en sus cuerpos.
Bisbisean los ancianos en el bar del pueblo que antes estas cosas no pasaban, que son cuatro locos o cuatro listos que los provocan, y haciendo memoria rebuscan en los recovecos de sus historias individuales en qué año ocurrió aquella desgracia, los nombres de los que no volvieron, incluso las fotos familiares antiguas que ya no se pudieron ver más.
Hay quien enciende una vela contradictoria, para apagar el fuego, ante un altar.
Susurran las laderas de las montañas que quieren cortafuegos, y que sin prevención nada se evita, y los bosques se suman al pesar mientras sus pulmones se vuelven humo y el fuego avanza voraz.
Tras la calma, la negrura ha comido los verdes, los pinos han quedado calcinados, el humo se levanta como grito sin aliento quejándose de que allí algo ocurrió.
El panorama es completamente desolador.
Dicen que deben pasar 10 años.
Dicen que son, al menos, 10 años, los necesarios para que el monte por fin pueda comenzar a respirar.
Mercedes Sánchez
La fotografía es gentileza de José Amador Martín, a quien la agradezco