Madú estaba exultante y muy emocionado, porque terminaba su estancia en la cárcel: era su último día viviendo allí desde hacía más de ocho años. El peso de la ley había caído sobre él con toda crudeza y realidad, no sé si con toda la justicia, y se había cumplido lo que el juez determinó en su momento, con escasa resistencia de su abogado de oficio, que poco pudo hacer para evitar la sentencia. Claro, los bolsillos de José no daban para más, a diferencia de otros seres humanos que se podían permitir el lujo de contratar todos los abogados que quisieran y aunque la justicia es ciega, a veces se le inclina un poco la balanza hacia el lado de golpear más a los más pobres. Pero él había cumplido mes a mes, minuto a minuto, como lo reflejaba aquella pared en la que iba haciendo palitos por cada día. Pero también sentía miedo, mucho miedo, porque no sabía qué iba a ser de su vida y un pensamiento de inseguridad le recorría todo el cuerpo.
Cuando escuchó su nombre por la megafonía afónica del patio, cogió su deshilachado macuto verde oscuro y se miró de reojo ante el pequeño espejo de la celda por última vez. Seguía siendo él, pero tenía el rostro marcado por el paso del tiempo, la soledad y las preocupaciones. Madú había nacido en Ghana hace veintinueve años. El cuarto de seis hermanos, se había criado entre un sinfín de familiares y parientes, viendo cómo el tiempo pasaba, con muy pocas posibilidades para casi nada. Pero Madú siempre había querido algo distinto. “Aquí no hay futuro”, se había dicho tantas veces. Había viajado hasta el norte de África con una pequeña mochila vacía de enseres, pero llena de sueños, que no pesan y viajan ligeros empujando la ilusión y acercando un futuro más fácil de digerir. Luego la espera y la desesperación de aquel viaje infinito en una balsa con otros Allí no cabía un alma, y aquella barca parecía que se podía hundir en cualquier momento, haciendo una travesía sin mapa, con lluvia y frío, y con el miedo que se reflejaba en las estrellas que les acompañaban en esas noches de una oscuridad silenciosa que presagiaba tragedia. El mar, tan hermoso siendo contemplado con distancia, tan atroz cuando eres marioneta entre su caprichoso oleaje. Momentos en los que le pasó por la cabeza de todo, hasta llegó a dudar de esa decisión: ¿No comía yo al menos arroz en mi tierra?. Llegó a una playa y a correr, montado en la bicicleta del terror y la esperanza a la vez. Alguien le ofreció llevar un paquete a cambio de unos euros. Aceptó. Era una oportunidad. Aparentemente había poco riesgo: entregarlo a alguien en un lugar determinado. Pero nada salió como esperaba. Le trincaron con las manos en la masa, y la policía cumplió con su deber. Detenido. Juzgado. Condenado. Sin más. Sin recursos. Ni siquiera podía entender el idioma en el que el juez le dijo que era culpable de algo. Para los “nadie” todo es perder. El peso de la justicia cayó sobre Madú sin contemplaciones ni miramientos: ocho años de condena. Tenía veintiún años y un corazón de niño. Ahora tiene veintinueve y un corazón casi de viejo.
Madú iba recorriendo distintas dependencias de la prisión, con su macuto a las espaldas. Se marchaba de allí. Los vigilantes le miraban fijamente y alguno le dijo “adiós Madú, no vuelvas al trullo”. Y Madú sonrió, porque ya entendía el idioma.
Salió Madú de la prisión. El cielo estaba abierto, adornado con nubes juguetonas que iban cambiando de formas. Nadie le esperaba, ni él esperaba que alguien le esperara. Empezaba de cero. Nadie le fue a buscar con un abrazo de regalo. Nadie le dedicó una melodía de su país al salir. Y Madú miró hacia atrás para volver a contemplar la torre de la cárcel que con todo lo vigila y controla.
Un coche de la guardia civil le esperaba. Y supo de qué se trataba. Le llevaban de nuevo a la frontera, fuera de España. Expulsado. Fuera de aquí. Largo. Otra vez a ver la vida desde el otro lado, el de los invisibles, los miserables, los que no cuentan nunca... y otra vez condenado a soñar sin horizonte, a dormir sin soñar, a vivir sin apenas dormir... Un viaje de vuelta a ninguna parte. Pero Madú volverá a intentarlo, aunque le cueste la vida, porque tiene poco que perder y tanto que ganar.. Él, como cualquier ser humano, tiene derecho a una segunda oportunidad, y una tercera, y las que haga falta. Ha vuelto a perder, pero en realidad, no ha dejado de perder desde hace mucho tiempo, pero su corazón es de ganador, y eso le mantiene vivo, aferrado a la patera de la esperanza en medio de un mar lleno de tiburones.