Encuentro el 16 de agosto, por Juan Andrés Molinero Merchán. Doctor por la Universidad de Salamanca.
Hasta las cosas más triviales, casi siempre, de lecturas profundas. Mucho más los gestos de relumbrón que constituyen hitos en nuestras vidas. En esta tesitura están los reencuentros de las quintas de Villavieja de Yeltes, que este año celebran la fiesta de los nacidos en el 1965. Los mozos y mozas de antaño de esa generación quieren vivir en son de fiesta el trasiego de la vida. Lo hacen con los acordes de alegría revestidos de cierta tradición, liturgia y farándula al uso: desde la mañana hasta la noche, en concierto de amistad señera, con mirada vuelta al retrovisor; con prurito jacarandoso, con efluvios de Baco y música (concierto de Distrito Pop, 16 agosto) en clima de solaz y ambiente distendido. Con escenario propicio del pueblo de nacimiento, celebrando comida, baile y cena, amenizado todo con por el velo de la memoria y el recuerdo. Una jornada al uso de las generaciones que sienten que están reviviendo, en son de tradición, los rudimentos de la vida. Realmente guarda el gesto esencias profundas. No es un encuentro cualquiera, aunque lo parezca. La forma y el contenido resultan elocuentes de que todo está revestido de singularidad, porque se hace una dos veces en la vida y el día está sembrado con un marchamo especial. No es una simple comida de amigos, o una reunión profesional de temporada; ni un acto social de distingo de un día grande (boda, despedida…). Es un reencuentro sentimental de una generación después de toda una vida. No en vano se organiza con preámbulo de calentamiento (elección de día un año antes, camisetas para uniformar…), con desarrollo de aparato (comida y bebida, baile, cena) y subsiguiente memoria que quedará en el imaginario de todos. Es un reencuentro vital, y qué duda cabe de que el criterio escogido de la “quinta” define muy bien lo que se quiere celebrar, pues la vieja referencia militar (llamada a filas) sirve sencillamente para concitar el encuentro de quienes tienen la misma edad cronológica; y de forma consecuente un tráfago similar de vida en temporalidad. Son fiestas en las que se concita el recuerdo y la memoria de otra vida (de antaño: maestros, anécdotas, chiquillerías…), el reconocimiento de la disparidad de existencias, presentes y futuras. Estos reencuentros rememoran personas, gestos y gestas de antaño, aflorando los perfiles conocidos (chistosos…, líderes…), glorias y miserias de unos y otros, triunfos y tragedias, etc. No cabe duda de que se trata de una mirada incisiva de la vida tuya y de los tuyos. No es nada banal ni superficial, porque la diosa Clío hace muy bien su trabajo. Las personas y la Historia precisan de una relectura constante del pasado, y de una interpretación del presente. Pero no es solamente eso, es también y especialmente el reconocimiento y reafirmación del sentimiento de pertenencia al lugar de origen; es sentenciar con un acto social relevante el sentimiento de identidad con los tuyos, quienes fueron antaño pilares fundamentales de aprendizaje de la vida, las primeras amistades, primeros amores, afinidades y distingos sociales y económicos, ideales, proyecciones de pasado y futuro, etc. El reencuentro de quintos y quintas está sembrado de aristas. Muy especialmente en núcleos rurales donde las referencias de edad de los vecinos marcan muy bien las pautas generacionales, convirtiéndose en un criterio discriminativo en muchos aspectos. Una jornada festiva de esta naturaleza ejerce muy bien un rol social confirmativo de una generación que sigue necesitando vínculos físicos y afectivos; de una generación que requiere, y ansía de necesidad, mirar al espejo retrovisor para confirmar y disentir con el pasado; para renovar vínculos personales reelaborando y urdiendo el futuro con los viejos pilares del pasado. Cómo es el ser humano. Con cuanta sutileza nos lleva de la mano por las sendas de la vida releyendo las experiencias vitales, sirviéndose de hitos festeros que parecieran, en superficie, simples acontecimientos del diario. Quizás en el son de fiesta nadie quiere saber, porque todos los conocemos (subrayándolo con gracejo…¡sesentones!), que celebramos un escalón grave de nuestras vidas, que ascendemos en la empinada cuesta de nuestras existencias que marcan los años de madurez en los que se empiezan a vislumbrar otros horizontes distintos. Claro que no es preciso augurar nubarrones convencionales (vejez…, término del trabajo…, enfermedades), que no son ni ciertos al completo ni negativos, pero la verdad es que nuestra sociedad sentencia firme, y así se entiende, como un hito importante en la vida. Sesenta años cumplidos son un grado —como los soldados licenciados—, en la existencia humana. En todo caso, hoy es día de fiesta y jarana, de emociones grandes a flor de piel y reencuentro sentimental para quienes tenemos la suerte de seguir celebrando la vida. Por todo lo alto. Felices años sesenta.
Juan Andrés Molinero Merchán. Doctor por la Universidad de Salamanca.