La noticia del viernes a última hora nos dejó sin sangre en las venas: ardía la mezquita de Córdoba. ¡Qué horror! Afortunadamente pronto supimos que todo quedó en un susto, de muerte, sí, pero un susto que ni siquiera dejará secuelas afortunadamente. Y de vuelta a la serenidad no he podido evitar un atraco de preguntas a mí misma.
Mi respuesta es Sí, con mayúscula, son nuestras señas de identidad, la admiración del mundo entero, también la envidia, el poder presumir de muchos escultores, poetas, pintores y grandes estudiosos de todas las disciplinas, el mejor vehículo para aprender a ser ciudadanos del mundo y acabar con los fanáticos nacionalismos, embellecen nuestras ciudades, inmortalizan nuestros viajes, son una de las más importantes fuentes de ingresos, nos dan lecciones de todo lo que es peligroso ignorar, y sobre todo se lo debemos a los que tanto les costó dejárnoslos de herencia y no pudieron disfrutarlos. Pero…
Pues personalmente, aunque se me juzgue de mala ciudadana, lo tengo claro: vergüenza. No es que yo no sepa valorar estas maravillas, ni muchísimo menos, es que el único deporte que he practicado en mi vida, practico y pienso seguir practicando hasta que en mi mapa de países visitados no quede ni uno sin la cruz que los va descartando para no perder la cuenta con la finalidad de no repetirlo hasta que no acabe de conocerlos todos, y ante tantos palacios hermosos, tantas catedrales maestras, tantas mezquitas, tantas iglesias de todos los estilos, tantas plazas mayores y menores, tantas fuentes con aguas de mil colores, tantos conventos, tantos mercados, tantos puentes con ríos y sin ríos, etc., pienso en las vidas que costaron para placer de unos cuantos, y me da rabia, mucha, mucha rabia, porque lo primero que aprendí fue que los países más bellos, entre los que se encuentra el nuestro, son los que más hambre pasaron y más barbaridades cometieron contra los seres humanos que están por encima de todo precisamente.
Hilvanando estas líneas viene a mi memoria un cuento que leí hace años y ahora no recuerdo ni su título ni su autor, Pero voy a intentar resumir el mensaje que no he olvidado.
Al obispo de una importante ciudad se le antojó un día una catedral digna de su categoría. La orden de construirla la recibieron los ciudadanos. Su única obligación era la de sentarse frente a la puerta para vigilar las obras, algo que hacía cuando empezaba la jornada y terminaba cuando ya no se veía ni a cantar, y los obreros no tenían más remedio que parar. Para hacerlo se repanchingaba en un sillonaco, que es como llama una amiga mía extremeña al sillón de su casa donde, según ella, mejor se piensa, mejor se lee y mejor se descansa porque es el único lugar donde nadie se cansa, con un flabelo de buenas plumas para abanicarse si hacía calor, con una buena manta de lana para taparse si hacía frío, con un botijo de agua para no pasar sed y una cesta a cogüelmo de viandas para no pasar hambre. Una de aquellas tardes apareció por allí el tonto del pueblo, el único que por creerlo más estorbo que ayuda, se libró de la orden, se acuclilló a su lado, y el obispo, azuzado por las ganas de ver su catedral en pie, trató de hacerlo pensar.
—Mira, hijo mío, mira —le dijo—. ¿No ves a tus abuelos, a tus padres, a tus hermanos y a todos tus vecinos deslomándose subiendo a hombros sacos de piedras para hacerle a Jesús la catedral que debemos hacerle entre todos los cristianos para que perdone nuestros pecados? El tonto lo miró de hito en hito sin decir ni pío, y el obispo, sin más preámbulos, fue al grano.
—Tú eres más joven que ellos, tienes buenos brazos, buenas piernas y buenos ojos, por lo que bien podrías venir todos los días a echarles una mano para que acaben antes. Y el tonto se puso en pie y le espetó:
—Pues sí, señor obispo, como poder, puedo, pero Jesús convirtió las piedras en pan, no el pan en piedras como hace usted. Y ahuecó el ala dispuesto a no volver a aparecer por allí y haciéndose lo que el obispo creía que era: tonto. Y según este cuento que tiene más de realidad que de cuento…
Pues digo lo que dirían ellos si levantaran la cabeza y pudieran hablar: No, No y No, con mayúsculas. Todas costaron muchas lágrimas, muchos fríos, muchos calores, mucha hambre, mucho miedo y muchas vidas, y no son pocas las que desaparecieron, pero no por un incendio, ni por un terremoto, ni por un diluvio ni por un huracán, sino porque a los gobernantes, por ambiciones personales, dejaron de resultarles rentables. Desaparecieron las hermosas ciudades de Petra y Palmira, los jardines de Babilonia, la importante biblioteca de Alejandría, baños públicos, iglesias, sinagogas, teatros y palacios. Para valorar como corresponde el extraordinario conjunto de piedras que hoy es Grecia es imprescindible leer su Historia de cabo a rabo. En nuestro país nos dejaron sin la que fue la ciudad más bella del mundo: nuestra Medina Zahara cordobesa.
Pero no hace falta irnos tan lejos. En los días de nuestros padres y abuelos desaparecieron las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki como desaparecieron y siguen desapareciendo todas: con todos sus habitantes dentro. En la ciudad de Hamburgo, la Segunda Guerra Mundial, no dejó piedra sobre piedra, por citar un ejemplo.
En nuestra Guerra Incivil del 36 desapareció la ciudad de Guernica y puede decirse que todas, porque las que de milagro sobrevivieron, tuvieron que resignarse a vivir muertas. Y en nuestros días desaparecieron en un instante las Torres Gemelas y la ciudad de Gaza está a punto de hacerlo, y no porque sean viejas y les pesen los años, ni por un accidente inevitable, ni por un error involuntario, ni por una catástrofe natural, sino porque Trump, Netanyahu y el grupo terrorista que le sirve de pretexto para justificar su genocidio, en lugar de dar con tontos listos, han dado con listos tontos que se prestan a tirar sus bombas por un dinero, por un cargo y porque son tan asesinos como ellos.