Montaña, mar, ventana, campo…
Los ojos miran, por fin, de lejos. Ávidos de distancia, de luz natural, de enrojecidos atardeceres.
La vista descansa de ver de cerca, de papeles, de pantallas, de mesas frías, de luces gélidas, de agendas repletas, de medir en centímetros…
Las retinas admiran el reflejo de la luna posándose cuidadosamente sobre el mar, caricia agradecida, que marca nítidamente la línea del horizonte, e invita a pensar en cómo de enorme será la distancia traspasando ese trazo, cómo de amplia la lejanía hasta la gran dama plateada, cuántos mundos cabrán en la blanquecina Vía Láctea…
La mirada de lejos anima a pensar en grande, a esponjar la mente, pensamiento insatisfecho que se hace preguntas, alimento de vida.
Se olvidan las letras que se mueven como hormigas en recuadros luminosos que siempre tenemos delante, los mensajes que se lanzan, los trabajos que se envían, las reuniones en cubículos, el silencioso e implacable tic tac de los relojes…
Se busca el anonimato, la desconexión de lo prescindible para poder enlazarse con el cosmos, con lo enorme, con los suaves violetas amaneceres, con los inmensos azules meciéndose en eterno movimiento, con los blancos que recortan de mil formas las playas, con el dorado de largas arenas, con la permanencia de los quietos paisajes verdes, con la placidez de los pajizos campos…
Se conecta con la creatividad que levantó edificios que admirar con nuestra serena mirada. Puentes, vías, estaciones, aeropuertos…
Se comparte la charla con otros seres humanos… de cerca o de otras latitudes…
Todo parece volver a su lugar, a aquel que ocupa durante mil años. La eterna evolución de lo que parece imperturbable cuando por fin miramos desde lejos.
Mercedes Sánchez
La fotografa es gentileza de José Amador Martín, a quien la agradezco