OPINIóN
Actualizado 02/08/2025 10:39:42
Juan Ángel Torres Rechy

Declinamos el timbre de Washington, Estocolmo, El Cairo, Singapur. Continuamos leyendo, en silencio, el poema Mar de plástico, de Dai Weina.

Imagen
Probablemente, escribo porque me gusta leer; porque quiero leer, mejor dicho. ¿Han visto alguna vez las miniaturas ilustradas de esos libros de viejo, o de esos repositorios digitales de bibliotecas muchas veces europeas, norteamericanas, latinoamericanas, orientales, con una bella, bellísima ilustración, en las letras capitulares, con bestiarios en entornos floridos en los generosos márgenes, airosos, en torno a las cuidadas manchas de tinta de la imprenta, el autor o el amanuense? La función de las imágenes en los textos ha sido estudiada (o contemplada, en primer lugar) por varios autores en el transcurso de los siglos, cuyos nombres no citamos pues los desconocemos, a no ser, acaso, por un Aby Warburg o un Walter Benjamin, de quienes escuché decir en una plática de sobremesa que abrigaron una pasión profunda, un respeto venerable, por las bibliotecas, y entre estas, por las ilustraciones. Ese día tomando un café de postre alguien citó la impresión que debieron ejercer esas imágenes, en versión de ilustraciones, en los libros que hojearon en la infancia.
Yo creo, a estas alturas de la vida en que consumo los años en libros, apartado, un poco, del mundanal ruido que yo mismo batí con el ala de mis titubeos meses atrás; yo creo a estas alturas, digo, que se encuentra en las imágenes, y no tanto en la narrativa, el fin al que aspiran las pupilas del lector y el oído calibrado del melómano. Aún no he entrado de lleno en el estudio de la fisiología humana, pero por lo que he alcanzado a atisbar hasta ahora, arriba de los brazos se encuentran los hombros, y sobre estos, o en medio de ellos, erguido como una tesela de lo que en chino diría Gulou (Torre del Tambor, cuyo espacio emblemático en Nanjing alberga una tortuga dragón con una tesela que sostiene el techo); en el cuerpo humano, decimos, se yergue el cuello para sostener en lo alto la cabeza. Es en la cabeza donde hemos escuchado decir que mora el entramado de nervios y neuronas encargado de proyectar los fantasmas de las imágenes en algún lugar de ese mismo cráneo. Esas imágenes, por lo tanto, o esos fantasmas, serán el sustento de una tesis que no defenderemos aquí, en relación con el gusto que se cobra de la experiencia estética de la aproximación a una obra (principalmente, quizá) de arte.

Composición de lugar
En un libro que tengo a mis espaldas, titulado Los libros de Jacob, de Olga Tokarczuk, Anagrama, he visto ilustraciones familiares, de sabios eruditos o alquimistas, de la antigüedad o tiempos más cercanos a la modernidad, que recrean al modo de un teatro de la memoria o una anatomía del alma experimentos naturales sobre la luz, el sonido, el mundo vegetal, la cartografía. A mí me ha costado tiempo y espacio llegar a ese punto, mas ahora comprendo, al menos desde mi sesgado punto de vista, que la puesta en marcha de experimentos de tal tesitura, al modo también de los referidos por Johann Peter Eckermann en su trato diario con otro autor alemán, requiere de antemano un espacio propio, o destinado para el caso, que sostenga por medio de una estructura material el recinto donde la mente del investigador opere sus ecuaciones. En un caso más cercano al nuestro, o al menos al mío, esto lo veo por medio de la disposición de los objetos en el estudio de mi bibliotecario mexicano y su cónyuge, cuya serie de pinturas, retratos, encuadernaciones, manuscritos, crea un equilibrio espiritual que favorece el nacimiento de ideas nuevas y situaciones recordadas. El tacto mismo se deleita cuando palpa la superficie de una piedra rara o curiosa, o cuando toca con las pupilas de los ojos la orilla de una fuente congelada en el tiempo.

Línea
Yo en esta ocasión quisiera hablarles sobre al menos un par de temas más, o quizá uno solo, pero he recibido línea desde Suzhou, China, para abordar otro tema diferente. Estando sentado en mi sillón vencido, hojando precisamente el volumen de O. Tokarczuk, sonó el teléfono analógico rojo que tengo sobre la mesita de la lámpara, y una voz similar a la nuestra, en lengua castellana, aunque con un tono asiático, chino, seguramente, me dijo ahora no recuerdo sin en chino o en español que debía hablar de una amiga suya, de nombre Dai Weina, a quien yo no he tenido el gusto de conocer hasta ahora. En esa misma llamada, sin extenderse demasiado, para que la compañía de telefonía mexicana no le cobrara demasiado por la larga distancia, me refirió las palabras clave que podrían orientar mi pesquisa para redactar estas palabras castellanas. Yo le respondí que perdiera el cuidado. Le referí alguna expresión cortés, que ahora no recuerdo al pie de la letra, pero que en ese momento me valió para que me agradeciera la atención y se despidiera con un abrazo fuerte.
Guiado por una de esas palabras clave, me dirigí a un centro de investigaciones literarias de una universidad de mi provincia, en México. Saqué un papelito del bolsillo de la camisa y pregunté por L. M. Les expliqué que me conocía, que perdieran el cuidado. Debía hacerles saber que el motivo de mi visita respondía exclusivamente a motivos de investigación literaria y nada más. Con cierto recelo, que percibí por medio de una mirada oblicua, me dijeron que esperara, pues al parecer sí estaba presente. Les respondí que no había ningún problema, que podía esperar. Recorrieron un pasillo de unos pocos metros de distancia, giraron unos pasos y susurraron un nombre. Creo que dijeron el mío. Acto seguido, el investigador apareció. Nos llevó pocos minutos ponernos al día y trazar de manera general el bosquejo de lo que yo podría referir en la columna del sábado. Me dio una reseña valiosísima, que había publicado otro autor en una revista de crítica literaria, Criticismo.
Otro autor más, a quien entrevisté, en este caso, vía telemática, me dijo que había visto a la poeta, Dai Weina, en Pekín. Él había viajado allá en el verano de 2019, con motivo de la asistencia a una conferencia de María Kodama en el Instituto de Estudios Latinoamericanos, de la Academia China de Ciencias Sociales. Un día antes de la conferencia, habían tomado un café y conversado por espacio de un par de horas. En la sesión de videoconferencia, este otro investigador me refirió aspectos generales que yo he podido desprender de otras fuentes documentales tanto asiáticas como hispánicas. Dai cuenta con un libro de poesía traducido al español, publicado por la casa editorial de la Universitat de Lleida, España, Colección Versos. Además, ha publicado poesía suya en diversas antologías hispánicas, traducidas ya por los traductores del volumen de la Colección Versos, ya por otros insignes traductores más, como D. Miguel Ángel Petrecca.

Dai Weina
El personaje de Dai Weina, a ojos vistas, comenzó a cobrar un papel protagónico de mis ratos de ocio, arrancados del tumulto del mundanal ruido, en el que las más de las veces, como la semana pasada, cuando redacté las columnas Plática de mercado y Lección de estética (edición de un ensayo de Roberto Meyer Vega), me encuentro inmerso y abatido. En esta ocasión, retirado unos metros de la orilla del siglo, releí de principio a fin lo que había leído antes sobre ella, tomé algunas notas, establecí contacto de nuevo con mi referente literario de Suzhou, eché algunas cartas al azar. Debido a lo anterior, la imagen cabal y definitiva que nos formamos ante los ojos del alma fue la de una mujer de unos méritos literarios, artísticos, intelectuales, de cierto prestigio. Elogiábamos su trayectoria en el mundo de las letras, al tiempo que degustábamos una taza de café en el estudio, haciendo caso omiso de nuevas llamadas telefónicas al dispositivo analógico rojo en la mesita de la lámpara. Declinamos el timbre de Washington, Estocolmo, El Cairo, Singapur. Continuamos leyendo, en silencio, el poema Mar de plástico, de Dai Weina.

***Mar de plástico***
***Dai Weina***

Por última vez, con los ojos cerrados, respiro hondo y contengo el aire.
Practico el arte de la desaparición.
Es azul, demasiado azul para ser verdadero.
Luce como un círculo de plástico de un azul cielo.
Mar de plástico. Votos de plástico.
Finalmente, camino descalza por el mundo erigido por mis ideas,
donde el amor eterno, ley de supervivencia, nace día a día.

Los delfines vuelan. Los humanos todavía gatean en tierra firme.
Las caderas de los cocoteros sobresalen y muestran sus estrías.
Por accidente, me enamoro de lo que cae en la arena,
unas flores gruesas, toscas,
un pequeño lagarto aturdido cruzando la calle,
unas lagartijas espiando desde el centro del techo,
unas hormigas rojas en el baño al aire libre.
En los trópicos siempre moran emociones salvajes,
los truenos suenan como eructos.
Caigo en la cuenta de que debo crear a un hombre que me ame,
que me extienda con delicadeza una toalla blanca en el baño de agua de mar,
para probar mi presencia.
De nuevo, accidentalmente lo hago demasiado viejo,
incluso el viento no se lleva sus tiernas manchas de edad derramando lágrimas.
Yo digo disfrázate para el gran escenario del mar.
Sal con tu traje de piel de sardina y pinzas de cangrejo.
Después te abrirás paso por la ilusión que te hice y volverás a la realidad.
Lo recogeré todo, plegaré días y noches, y verteré el mar en un cáliz.
Todo es azul en la copa. Un mundo azul. Demasiado real para ser verdadero.
Mar de plástico. Votos de plástico.
Azul. Azul.

Al terminar la lectura del poema, tuvimos la impresión de haber visto en YouTube y los Canales de WeChat un video sobre el mismo. Todavía echados en el sillón, alcanzamos el teléfono que habíamos dejado tirado en la alfombra. Lo encendimos. Nos entretuvimos con las notificaciones. Abrimos las páginas referidas de la red social china y YouTube y vimos Mar de plástico. El poeta español Ben Clark vino a mi mente. Vi su imagen en la Fundación Juan March. Años atrás, había leído un libro suyo que en esta ocasión lo relacioné con los votos de plástico de Dai. Cuando esa misma noche le marqué a mi asesora literaria de Suzhou, también con una llamada corta para economizar la tasa de la larga distancia, ella me refirió un poema adicional de Dai Weina, que yo desconocía, La caída de la nieve. Me pidió que tomara papel y lápiz y me dictó la traducción al español en este caso de Miguel Ángel Petrecca (obviamente, pensé, con ese apellido no puede no dedicarse a la poesía). Me repitió un par de versos. Me pidió que yo le repitiera a mi vez uno más. Aprobó mi copia y me proporcionó un enlace de X a un video de Dai en el Instituto Cervantes de Pekín, donde recita la versión original, en el marco de la presentación del libro Un país mental: 150 poemas chinos contemporáneos (2023), confeccionado por Petrecca, Editorial Gog & Magog.
Ahora que me he sentado a redactar la columna sugerida por mi asesora literaria oriental, me pregunto si el libro de Petrecca tendrá ilustraciones. La portada luce, francamente, interesantísima. Unas manchas rojas de caracteres resbalan por lo que parece ser un soporte noble de mármol, encima de unas losas igualmente carmesíes cocidas seguro por órdenes de alguna familia noble o adinerada. El tejado de piezas pequeñas negras, cada una encimada a la otra, con un diseño que parece rematar en alguna insignia desdibujada por el paso del tiempo, sugiere un contenido cuidado y consentido como el mismo autor italiano del siglo XIV lo hubiera hecho con su Cancionero. A mí me consuelan los Canales de WeChat, donde escucho fragmentos de obras selectas en un idioma que acaso nunca llegue a vivir cara a cara. La lengua china, con sus caracteres casi todos de una sílaba, en esta tarde lluviosa de una ciudad de América Latina perdida entre colores pintorescos de una calle empedrada, esa lengua china se me figura como las gotas de lluvia que quedan en mi ventana, cada una viva a su manera, subiendo con el soplo del viento, esparcidas en una terraza donde el día de mañana, casi estoy seguro, el sol emergerá de nuevo y nos acercará a la esperanza el anhelo de otro azul infinito.

torres_rechy@hotmail.com

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