OPINIóN
Actualizado 28/07/2025 13:13:55
Charo Alonso

Los de mi casa, seguimos siendo labradores que se asoman a las ventanas con calendario de cosecha y espigadero, de sementera y barbecho. De ahí que mi tío repita, mirando por la ventanilla del coche, que en cuanto se deja de labrar una tierra, la naturaleza sigue su curso de carrascales. Olvidados del tractor y de la vertedera, los pedazos de tierra dejados de la mano de Dios se cubren de nuevo de hierbas y proyecto de encina, de lugar para el jabalí y para los pequeños animales que sobrevuelan los milanos que se posan en los palos de las cercas. Nadie o muy poquita gente pasa por esta carretera.

Lejos queda el zumbido ordenado de la autovía, lejos de esta carretera casi comarcal que se curva y deja ver pueblos pequeños de siesta quieta, ciudades que fueron cabeza de partido en la toponimia de nuestras regiones. Villas entregadas al comercio que abastecía a toda la comarca y que ahora, dejan como un exquisito recuerdo del pasado, sus carteles pintados, sus rótulos de otro tiempo, sus entonces sorprendentes luminosos. Y los vinos, y piensos, y paños y ultramarinos, quedan ahí, con sus letras que quisieron ser modernas como las columnas de hierro de los cafés decimonónicos que aún, madera y cromados bien limpios, siguen abiertos para solaz del veraneante. Pequeñas ciudades que fueron laboriosas, comerciales, activas, alimentadas del campo y sus mercados, del campo y sus gentes que llegaban al amor del comercio, de la fiesta, de la gestión y de la cercanía.

La España que se llena en los veranos y que languidece el resto del año ante la desidia de quienes mandan, de quienes arrancan oficinas bancarias, consultorios médicos, y de aquellos que prefieren el comercio con la lejana China antes de buscar una tienda y conformarse con lo que se encuentra, no tiene nadie que la sostenga. La naturaleza se cobra el abandono y crecen la semilla y el ciclo de la vida que retoña, y sin embargo, la obra de los hombres cuando cae, es imposible mantener las manos para no dejar que caiga. Tiene un peso que horada, que deja un profundo hueco. La naturaleza se cobra lo que es suyo y rebrota, busca su raíz y el aire nuevo, la obra de los hombres vacía en su caída la vida que llena las calles, la escuela que se cierra, la gente que se marcha.

No desampares la obra de tus manos, dice el salmo, y al otro lado de la ventanilla del coche, encinas y charcas que mantienen el milagro del agua, sentimos ese alivio después de la cosecha, ese leve tiempo de descanso antes de poner la vertedera y volver a arar, a colocar la semilla, a seguir el ritmo de la tierra.

Charo Alonso.

Fotografía: Fernando Sánchez Gómez.

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