Historias como esta las conoce de sobra el público lector. Más el de la Biblioteca Pública de Salamanca, Casa de las Conchas, que en ocasiones, por no decir siempre, es el que tengo frente a los inconstantes ojos del alma.
Pórtico
El gusto que cobra la lectura de un artículo inteligente equivale al descubrimiento de un texto que dice lo que también nosotros habríamos podido decir, seguramente de un modo más concreto y elegante. Cuando leemos a los grandes autores (femeninos y masculinos), eso resulta una constante en nuestra experiencia letraherida, que reporta a un tiempo un gusto y un sinsabor inconfundible: han hurtado de nuestra inteligencia u olvido lo que por meras causas circunstanciales no ha aparecido bajo nuestra firma. Incluso en esto, las letras reportan un tedio que mueve al sujeto a tirar al volumen contra la pared y quedarse con la mirada de frente a la ventana perdida.
El siguiente paso para un hombre (decimos una mujer también) de letras consiste en olvidarse de su profesión. De nada sirve despedirse de las amistades para ir a enfrentarse a la página en blanco. Qué puede añadir una persona hoy en el siglo XXI a mediados de su tercera década que no haya dicho antes o después la generación que lo precede o sucede. Hay muchas otras cosas más a las que podría consagrar el néctar de su inteligencia y sabiduría. Resulta conmovedor, a fin de cuentas, ver a ese sujeto ungido con el don de la palabra hecha verbo apoltronarse en su silla desvencijada para restar horas a su suma de dedicación consagrada a la mancha de tinta viva en la página muerta.
Esa lección la tenemos bien aprendida nosotros. Por eso, sin preocuparnos por lo que otras mentes más aventajadas que la nuestra puedan señalar, hemos terminado por consagrarnos al arte del amor a la digresión y el excurso, sin parar mientes en lo que erudiciones más prácticas podrían criticar como falta de sentido práctico para la crítica del arte y la vida. El excurso mismo, queremos creer, a fin de cuentas terminará por reportar para la publicación colgada en la plataforma digital la seña que el autor quiso comunicar al lector: el goce del movimiento por el espacio ficticio del verbo hecho prosa.
Si paramos mientes en lo escrito arriba, no hará falta más que una relectura descuidada para observar el placer implícito, o presupuesto, del oficio de las letras rodado en estos renglones mal escanciados. La diferencia entre no decir nada por ignorancia y por un acto volitivo radica en que a final de cuentas el asunto se reduce a lo mismo. A vuelo de pájaro, el lector que no termina de leer la columna porque ha saltado a Facebook, Twitter, X, YouTube (shorts), WhatsApp, etc., sabe que no tiene caso continuar esta lectura porque no conduce a ningún lugar real al que él, ella, pueda arribar asimismo. Piensen en esta imagen: están frente a un automóvil Maextro S800, Huawei, y no tienen el dinero suficiente en el bolsillo para comprar un par: de qué sirve gasta un par de minutos frente al cristalón del escaparate.
El excurso, o la digresión, reporta para el artífice, y para el público, un aspaviento de generosidad de ánimo y espíritu. Hoy en día, como quizá nunca sucederá mañana ni ayer, el acto que pondera al ser humano en su integridad y totalidad, con base en el reposo necesario para apreciarlo de pies a cabeza y exaltarlo, se ofrece en escasez solo a las almas más nobles y grandes del siglo corriente. Pocas personas, pocos seres humanos, tienen la ocasión de disponer esa inversión de tiempo y recursos a fondo perdido. El sino que mueve la causa a tal consecuencia radica, probablemente, en el mero hecho del goce del espacio para moverse.
En todo caso, si nos ponemos serios, o informales, sí alcanzaríamos a recortar algunos flecos del objeto presente, para presentarlo con mejor talante al público lector. Si consideráramos ese caso, podríamos poner de relieve nuestro Diccionario imaginado, con el inicio de unas entradas que pretenden ahondar de una manera indirecta, sugestiva, en torno al valor de cada letra del alfabeto, desde un punto de vista personal. A nivel de autor, no de erudito, lo anterior ha servido para continuar con el trazado del autorretrato que sirva para ofrecerle al mundo una imagen cabal y no iniciada, o intonsa, de quien en verdad hemos venido a la tierra a ser. El entorno nos sabe no por lo que mora en el adentro, sino por aquello del adentro que puede apreciarse desde afuera, como un gesto afable y seguro de sí mismo.
Si nos pusiéramos a enumerar a los autores que estamos leyendo, los apuntes recogidos, las reflexiones sugeridas, la valoración personal de lo que ellas y ellos dicen, necesitaríamos no una columna, sino al menos una más para esbozar de un trazo la cantidad de conceptos intuidos. Nosotros como lectores sabemos más que los autores. El texto publicado por los demás, desde nuestra vista sesgada, adolece de la perfección que mora en el imperio del olvido propio. Si jugáramos a los dardos, como yo lo he hecho en Suzhou y Nanjing, no haría falta más que abrir medio párpado de un ojo para alcanzar a contemplar la suma del concepto pasado por alto, ignorado, por la pluma que firma lo que Dios habría querido que fuera nuestro propio escrito.
Don Miguel
La situación referida renglones arriba orilla al autor a una situación en extremo difícil. ¿Alguna vez han visto a las personas que escriben? ¿Saben cuánto sufren cada vez que se enfrentan a la página en blanco? Piensen en esas pobres criaturas no pagadas que en lugar de estar levantando fierros para usar camisetas sin mangas pasan largas horas en silencio frente al cuaderno indomable. Ellos no obedecen a otra voz que no sea el verbo original, primitivo, que sostiene la creación en pie. Eso pude atestiguarlo anteayer en el café R., en el mercado J., de la ciudad de X., cuando tomaba café con R. y don M. Miguel, una persona mayor, nos refirió una historia que nos dejó a R. y a mí, J., con los ojos abiertos como platos. Él viene de Cuetzalan, una ciudad montañosa del centro del país, donde el mito y la leyenda comportan una verdad más científica que la del ya no usado por mí Chat GPT.
Por esa razón, nos dijo, el tlacuache carece de pelo en la extremidad de la cola, y el pájaro carpintero tiene una mancha roja en la cabeza. Junto con las hormigas arrieras, fueron los responsables de abastecer de vida a la creación desde el interior de una cueva. Cuando don Miguel pronunció el nombre de la cueva, en náhuatl, no en español, bajó el tono de voz, como si quisiera pasar inadvertido. R. y yo no volteamos a ver. La señorita del café, que en ese momento nos acercaba unas nueces de macadamia, percibió el tono reverente del gesto de la mano de don Miguel, alzada a media altura, en actitud de dispensar un ofertorio inmerecido. Ese es su nombre, nos repitió. De ahí viene lo que nos alimenta. Las hormigas arrieras lo sacaron de adentro afuera, cuando el pájaro carpintero perforó la roca, y el tlacuache sacó el fuego del infierno para alumbrar y calentar a las criaturas desprotegidas.
Al otro lado de la máquina del café, la señorita nos miraba y desviaba la mirada. Sabía que don Miguel no era como otros vendedores de a pie que dan gato por liebre a sus víctimas. Don Miguel, bien sentado en su silla, con la frente despejada, con la mano severa a punto de reventar la mesa por una cólera benévola ardiendo en las pupilas de sus ojos, se limitó a preguntarnos a R. y a mí si habíamos aprendido la lección. Yo le pregunté por las opciones que tenían las personas que hacían el mal y deseaban reconciliarse con el amo de la cueva. Antes de responder mi pregunta, adelantó otra imagen. A las personas que cazan un animal y no lo comen, sino que lo dejan tirado, el amo de la cueva los interviene por medio de sus serpientes, que salen a luz y pican. Tan buena que es la carne de los tlacuaches, creo que dijo don Miguel, de los armadillos. Bien ternita, que se deshace nada más llevar los dedos de la mano a la boca. R. celebró su himno y casi brindó con el café.
Historias como esta las conoce de sobra el público lector. Más el de la Biblioteca Pública de Salamanca, Casa de las Conchas, que en ocasiones, por no decir siempre, es el que tengo frente a los inconstantes ojos del alma. Salamanca, para las personas que por motivos geográficos no han estado ahí, podemos referirla como una piedra preciosa, labrada en oro, antigua como el convento San Francisco, misteriosa como su cueva detrás de la catedral, recogida como sus libros antiguos conservados en la calle Libreros, antes de llegar a la esquina de los bares. Salamanca, para quienes la viven a diario, se parece a unos pájaros bélicos que vuelan a ras de suelo por la Rúa Mayor y se pierden detrás de la eucaristía redonda de San Martín. Salamanca son los estancos en esas inmediaciones, el reloj de la Plaza Mayor, la Plaza Anaya, unos metros adelante, donde por la noche las bocinas con los trinos de otros pájaros ficticios ahuyentan lo que queda de vida al cabo del trance de un cielo azul sin espejo. Lo único que echa en falta Salamanca, he escuchado decir, es el mar que todos palpamos con su brisa cuando rodeamos sus dos catedrales y volvemos a nuestros domicilios a recogernos en el silencio donde revisaremos nuestras redes sociales y quedaremos tumbados frente a una ventana anónima.
¿Así es Salamanca?, me preguntó don Miguel. No exactamente, le respondí. J. no ha dicho nada de su universidad ni de su tradición nigromántica, apuntó R., al tiempo que apuraba los últimos sorbos de su lechero. Salamanca también tiene su cueva, como ha escuchado decir, continuó R., esta vez atragantándose por el sorbo del lechero. Yo lo ayudé a continuar. La calle del Expolio, o una por Tentenecio, abriga un archivo de la Guerra Civil Española. Yo acudí a recoger información de un pariente cercano, vecino de esas calles áureas, que por motivos de la década de los treinta fue a México a fundar una familia noble allá. ¿Les sirvo algo más, caballeros?, nos dijo la señorita del café. Como jugábamos con las tazas vacías y alguna ocasión voleamos a verla, quizá pensó que le correspondía ofrecernos algo más.
Don Miguel, haciendo un desplante de caballerosidad innecesario, nos frenó con las manos en el pecho a R. y a mí. Nos pidió que no nos moviéramos. Desde el fondo de su pequeño bolsillo de manta, de una edad aproximada a la suya, sacó las monedas exactas de la consumición. Las hizo sonar en la palma de la mano y las dejó caer sin que rodaran al suelo. Ya pueden irse, nos dijo. Se ve que son buenos jóvenes, o al menos que pretenden o fingen serlo. Se han ganado mi favor. Yo pagaré esta vez. No les cobraré nada. Nada más cuando regresen a Salamanca, a Japón o a China, recuerden lo que les dije. Si usan Chat GPT más de dos veces al día se les secará el cerebro. La hermosa inteligencia que alguna vez anidó en ese par de cabezas calvas… bueno, una calva y la otra no, esa inteligencia, digo, se tornará del tamaño de esas semillas que ven en el costal, que sirven para mucho, ¡oh, sostienen la vida del ser humano en pie!, pero no se comparan con la grandeza de lo que en su día refirió nuestro Padre… (no entendí el nombre en náhuatl), cuando dijo, pongo mi saliva en tu lengua, hija, hijo, para ungirte con el don de la palabra, que hará de ti un ser alto como las montañas y profundo como los mares.
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