OPINIóN
Actualizado 21/07/2025 15:09:56
Alberto San Segundo

Esta semana, en la que me despido de ustedes hasta septiembre y con la pausa agosteña ya a las puertas, con su promesa de largas jornadas de asueto, tan propicias para la lectura, les traigo una obra de indudable calidad cuya extensión -cerca de dos mil cuatrocientas páginas- la hace especialmente recomendable para estas jornadas vacacionales.

La británica Elizabeth Jane Howard es la autora de Crónicas de los Cazalet, cinco volúmenes que recogen, con extraordinaria minuciosidad, las vidas de cuatro generaciones de miembros de la entrañable familia inglesa cuyo apellido figura en el título. Howard fue -murió en 2014- una escritora brillante y una mujer de existencia agitada, hasta el punto de que las repercusiones sociales de su trayectoria personal pudieron, en ocasiones, llegar a oscurecer su carrera literaria. Muy guapa en su juventud, con una intensa y turbulenta vida amorosa que incluyó varios matrimonios y sonados divorcios, la autora había nacido en Londres en 1923 en el seno de una familia de clase alta bien acomodada, un entorno social que reproducirá en su serie de novelas, las cuales rezuman un penetrante aire autobiográfico.

El núcleo central de la trama gira sobre los cuatro hermanos Cazalet, Hugh, Edward, Rachel y el menor, Rupert, rozando todos ya los cuarenta años cuando son presentados al lector. Sus padres, William Cazalet y Kitty Barlow, el Brigada y la Duquesita según sus apodos familiares, son el auténtico foco de unión de la familia. Aunque tienen casa en Londres, es Home Place, su distinguida casa señorial en la campiña del sur de Inglaterra, en el interior del condado de Sussex, el ámbito central en que se desenvuelven los principales acontecimientos narrados, más allá de otros escenarios por los que discurre también la acción, situados en Londres, Southampton o incluso Francia. Sobre todo en los veranos y las Navidades, el “clan” de los Cazalet, los dos abuelos, los cuatro hijos, los muchos nietos, que irán aumentando al avanzar las entregas, y hasta los bisnietos, que comparecerán en la última, los parientes políticos, los amigos de unos y otros, sus novios y prometidas, incluso, en algunos casos, los amantes, se alojarán en sus innumerables habitaciones, ocuparán las diversas dependencias anejas al edificio principal, se sentarán a la enorme mesa del comedor para desayunar, almorzar o cenar, se reunirán en sus salones para bordar, leer, jugar o conversar, pasearán por la vasta heredad, se divertirán en las pistas de tenis o squash, harán excursiones a las playas cercanas, departirán entre sí y con los fieles miembros del servicio, construyendo entre todos un microcosmos fascinante del que el talento de la autora nos muestra con sobresaliente precisión todos sus recovecos, tantos los físicos -paisajes, emplazamientos, mobiliario, decoración- como, sobre todo, los íntimos, psicológicos, de sus pobladores, convirtiendo así a ese entorno entrañable, apacible, protector, idílico, feliz, en un personaje más de las novelas.

En ese espacio cálido y confortable con el que nos encontramos por primera vez en el verano de 1936, al comienzo de Los años ligeros, el título que abre el ciclo, y del que nos despediremos definitivamente en 1958, al término de Todo cambia, la entrega final, transcurrirán los momentos fundamentales -o, si no ocurren en Home Place, hasta allí llegarán sus ecos- de las vidas de una treintena de seres que, más allá de sus peculiaridades “sociológicas”, típicas de su época y condición, coinciden con las nuestras propias. Porque, y esta es a mi juicio la virtud máxima de la ambiciosa obra, lo que conocemos adentrándonos en las páginas de Crónicas de los Cazalet es la vida, el acontecer, durante más de dos décadas, de la existencia de la extensa familia y sus allegados, esa vida que, como todas, está hecha de normalidad, de ligeros quehaceres y aburridas rutinas, de afanes menores y sucesos triviales punteados de vez en cuando por algunos acontecimientos relevantes (enamoramientos, pérdidas, rechazos, traiciones, alegrías, muertes, amistades), aquella a la que entregamos inconscientes nuestro tiempo, esa vida aparentemente inane que solo cuando ya la hemos dejado atrás y la observamos con una mirada retrospectiva, a menudo melancólica, logramos entender, persuadidos por fin de que en ella, en esa insulsa simplicidad, en esa sucesión de momentos nada excepcionales, es en donde, en definitiva, radicó el sentido, lo sustancial, de nuestra existencia, pues en ella, en esa inapreciable entrega a las consabidas preocupaciones del día a día, es en donde hemos puesto nuestros anhelos y nuestras ilusiones, nuestra esperanza y nuestros sueños, nuestras pasiones y nuestra frustración, nuestro entusiasmo y nuestro amor, nuestras decepciones y nuestra ambición, nuestras risas, nuestras lágrimas, nuestros sentimientos, nuestras emociones y nuestro deseo, nuestras desmesuradas ansias de vivir. Es ahí en donde la lectura de la pentalogía resulta una experiencia deslumbrante, al conseguir hacernos partícipes de otras vidas como las nuestras, logrando generar una cercanía tan intensa con los personajes que acaba por crear un perceptible vínculo con ellos, hasta el punto de que, a su término, tras las muchas vivencias “compartidas”, tras los muchos años para ellos transcurridos en su ficticia historia literaria, tras las muchas páginas leídas, tras las muchas horas ocupadas por nosotros siguiendo sus empeños, nos resultan próximos, afines, amigos, queridos.

Hay que destacar, además, el muy sobresaliente valor documental de la serie, tanto desde el punto de vista de la “gran Historia”, pues a través de sus páginas asistimos a los principales acontecimientos de la vida de Inglaterra, de Europa y del mundo entero en la primera mitad del siglo pasado, como de lo que podríamos denominar “microhistoria”, pues el inusitado genio de la autora para la observación, la captación y la plasmación de los detalles le permiten registrar con escrupulosidad de entomólogo social, las costumbres de la cotidianidad de los personajes. E igualmente destacan, desde un punto de vista estrictamente literario, la fluidez de la narración, el estilo, elegante, de una rara naturalidad, el inteligente uso de la elipsis, la sutileza en la percepción y descripción de estados de ánimo, entre otros detalles que hacen de esta Crónica de los Cazalet una obra magistral.

¡Feliz agosto lector!

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Elizabeth Jane Howard. Crónicas de los Cazalet (Cinco tomos). Editorial Siruela. Madrid, 2017-2019. Traducción de Celia Montolío y Raquel García Rojas. 436, 468, 402, 560 y 472 páginas. 24.95, 24.95, 24.95, 26 y 24.95 euros

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