Mientras la pobreza, la injusticia y las grandes desigualdades persistan en nuestro mundo, ninguno de nosotros podrá descansar de verdad.
NELSON MANDELA
La economía de la desigualdad no es inevitable. Es una elección. Y como tal, puede ser revertida.
LIAM BYRNE
Vivimos en un mundo en el que conviven la abundancia y la escasez, donde la acumulación de riqueza alcanza cifras históricas mientras millones de personas siguen atrapadas en la pobreza, la precariedad y la exclusión. Esta paradoja no es fruto del azar ni de una fatalidad inevitable. Es consecuencia directa de un sistema económico diseñado para favorecer la concentración del poder y de los recursos en manos de una minoría. Un sistema extraordinariamente eficaz para generar riqueza, pero profundamente ineficaz —y con frecuencia indiferente— a la hora de distribuirla con justicia.
La economía de la desigualdad no es una excentricidad académica ni una preocupación moralista. Es una clave de lectura imprescindible para comprender cómo funciona, en realidad, el modelo económico actual. A diferencia de las visiones tradicionales que se obsesionan con el crecimiento del PIB o con la supuesta eficiencia de los mercados, este enfoque plantea preguntas incómodas, pero esenciales: ¿quién se beneficia realmente del crecimiento? ¿Cómo se reparten las oportunidades? ¿Qué mecanismos estructurales perpetúan la exclusión?
Autores como Thomas Piketty, Emmanuel Saez o Branko Milanovic lo han demostrado con contundencia: en las últimas décadas, las economías desarrolladas han experimentado una concentración acelerada de la riqueza. El 1 % más rico ha aumentado su participación en los ingresos y en el patrimonio global, mientras que las clases medias y trabajadoras han visto estancarse sus salarios y erosionarse sus condiciones de vida. Esta situación no es un efecto secundario del desarrollo económico, sino el resultado directo de políticas deliberadas, de estructuras institucionales sesgadas y de reglas del juego diseñadas para proteger los privilegios de unos pocos.
La desigualdad no se expresa solo en los ingresos. Se manifiesta en el acceso a derechos fundamentales como la salud, la educación, la vivienda, el empleo digno o la participación política. Se hereda y se reproduce, imponiendo barreras invisibles que impiden que millones de personas puedan desarrollar su proyecto de vida. En este contexto, hablar de meritocracia es sostener una ficción. En una sociedad donde el punto de partida condiciona casi siempre el punto de llegada, el esfuerzo personal —aunque valioso— no basta para compensar las desigualdades estructurales.
Esta economía desigual no es solo injusta. Es ineficiente, insostenible y profundamente peligrosa. Las sociedades con altos niveles de desigualdad son más violentas, menos saludables, más polarizadas y mucho menos estables. La concentración de riqueza debilita la democracia porque convierte el poder económico en poder político: quienes acumulan grandes fortunas terminan controlando medios de comunicación, financiando campañas y condicionando las decisiones públicas. Además, esta concentración limita el crecimiento porque reduce la demanda, frena la innovación y multiplica la frustración social. Es, sencillamente, una economía que funciona para unos pocos y fracasa para la mayoría.
Por eso, rediseñar el sistema económico no es una utopía. Es una necesidad urgente. Durante años se nos ha hecho creer que el mercado es neutral, que el crecimiento resolvería todos los problemas, que la riqueza de los ricos terminaría “goteando” hacia los pobres. Nada de eso ha ocurrido. La economía no es una fuerza natural ni una ley física: es una construcción humana, moldeada por intereses, decisiones políticas y visiones del mundo. Y como toda construcción humana, puede y debe transformarse.
Rediseñar la economía implica cambiar sus objetivos. No se trata solo de hacerla crecer, sino de decidir para quién crece. Significa fortalecer la redistribución con sistemas fiscales progresivos, impuestos a las grandes fortunas, renta básica universal y servicios públicos gratuitos y de calidad. Pero no basta con redistribuir después del daño: hay que predistribuir. Es decir, cambiar las estructuras que generan desigualdad desde el origen.
Una economía justa debe reconocer y retribuir el valor del trabajo en todas sus formas, incluyendo los cuidados, históricamente invisibilizados y feminizados. Debe democratizar la propiedad mediante cooperativas, cogestión empresarial, empresas públicas y fórmulas que repartan poder y decisión. Debe repensar el papel del Estado no como mero árbitro, sino como actor clave para garantizar derechos, planificar el desarrollo y proteger a los más vulnerables. Y necesita superar el PIB como único indicador de éxito, apostando por índices que midan la equidad, el bienestar, la sostenibilidad y la calidad democrática.
El rediseño económico también pasa por asumir, con seriedad, la crisis ecológica. El modelo actual se basa en una fantasía: la del crecimiento ilimitado en un planeta finito. La lógica extractiva, hiperproductivista y consumista ha llevado al colapso climático, a la destrucción de los ecosistemas y a la pérdida de biodiversidad. No habrá justicia social si no hay justicia ambiental. Y la transición ecológica debe ser justa: no puede recaer sobre los más pobres ni repetir los esquemas de exclusión del pasado. Necesitamos una economía que genere empleo verde, acceso universal a la energía limpia y sostenibilidad sin dejar a nadie atrás.
Pero no habrá transformación económica sin transformación cultural. Es urgente abandonar la lógica del “siempre más” y recuperar la racionalidad del “suficiente”. La economía no debe regirse por el beneficio individual, sino por el cuidado de las personas y del planeta. No es más libre quien más consume, sino quien puede vivir con dignidad, con tiempo y con vínculos. La economía no puede seguir siendo un fin en sí misma: debe volver a ser un medio al servicio de la vida.
Cambiar el sistema no será fácil. Exige voluntad política, movilización social, participación ciudadana y una mirada de largo plazo. Pero es posible. La historia demuestra que los sistemas cambian cuando la presión social y la imaginación política se encuentran. Y el momento es ahora. Las crisis encadenadas —económicas, sociales, sanitarias, ecológicas— han puesto en evidencia que el modelo actual no da más de sí. No basta con seguir parcheándolo. Hay que atreverse a construir algo nuevo.
Porque una economía que excluye no es solo ineficaz: es inmoral. Y una sociedad que tolera esa exclusión está condenada a fracturarse. El sistema económico puede y debe rediseñarse. No para destruir lo que funciona, sino para corregir lo que falla. No para castigar el éxito, sino para compartir el bienestar. No para repartir pobreza, sino para garantizar lo necesario a todos. La desigualdad no es el precio del progreso: es su negación. Y la economía del futuro —si queremos que haya futuro— tendrá que elegir entre seguir reproduciendo esa desigualdad o apostar, con firmeza, por la justicia. Porque, como escribió Amartya Sen, “el desarrollo debe ser visto como la expansión de las libertades reales que disfrutan las personas”. Y la libertad, en su sentido más profundo, solo existe cuando hay equidad.