OPINIóN
Actualizado 21/07/2025 15:08:48
Francisco Delgado

El otro día hablando con un compatriota salmantino de mi generación, nos dejamos llevar por los recuerdos de nuestra infancia, allá por la década de los 50, y mientras evocábamos numerosas escenas, juegos, costumbres de nuestra vida infantil, caímos en la cuenta de las diferencias esenciales entre nuestra infancia y la infancia llena de objetos electrónicos, individualista y con todo el ocio planificado, de la mayoría de los actuales niños.

Llegamos a la conclusión de que la riqueza de los intercambios de grupo y la espontaneidad de nuestros juegos, en aquella época, no se podía comparar con las ordenadas experiencias de los niños/as actuales.

Sobre todo la diferencia se agrandaba en la temporada veraniega; en los 50, en España, la mayoría de los niños, con el comienzo del verano quedaban libres de la asistencia a la escuela o colegio y los largos días y meses veraniegos que a nadie se le ocurría “planificar”, eran vividos (salvo algunos niños que eran obligados a ayudar en las tareas del campo o de algún negocio familiar) desde una libertad y espontaneidad que en la posterior vida adulta ha sido difícil o imposible revivir.

Aunque a los recuerdos infantiles siempre se les puede achacar el alto grado de idealización con la que todos dibujamos el “paraíso” de la infancia, también existen los hechos concretos que la mayoría hemos experimentado. En este mismo periódico, hace un par de semanas, la columnista Charo Alonso describía la función simbólica y la existencia poética de esas sillas de enea, que nuestros padres sacaban a la puerta de la casa, todas las noches, al fresco y a la conversación serena bajo las estrellas. Paralelamente a esas charlas del anochecer de nuestros padres, los hijos/as corríamos por todo el barrio jugando a guardias y ladrones, o a adivinar el título de las películas teatralizando alguna escena, o jugábamos a ser enfermeras y pacientes. Había tanta diversión y placer en aquellas veladas, que la única tarea difícil que tenían los padres era poner límite a la hora de retirarnos a dormir; les costaba ser obedecidos por sus hijos.

Aquellos juegos, desposeídos de cualquier artilugio electrónico o mecánico, estaban llenos de socialización, de la importante vivencia de que la infancia tenía un espacio y un tiempo libres de obligaciones y mandatos de los mayores. Esa vivencia de los calurosos veranos de postguerra, se convertía en la escuela más rica en aprendizajes, que ya nunca la infancia ha tenido: los coches han ocupado las calles, los deberes escolares y las televisiones han invadido esos tiempos de libertad, los padres han puesto como primer mandamiento de enseñanza de sus hijos que los tiempos de ocio fueran útiles para formarse como “mujeres y hombres de bien”, preparando un futuro temido que ningún gobierno ha podido resolver.

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