En Salamanca, su tierra y la que también siento mía, se nos ha Pedro Morín, Perico el del Albero. Perico el generoso, el conversador, el cocinero prodigioso, el aficionado de primera, el amigo fiel.
En Salamanca se nos ha ido Perico y cuando se va gente como Perico siento que mi alma se parte en pedacitos, que una parte de mí se va con ellos; que definitivamente se va también una Salamanca que ya no existe. Una Salamanca mágica que tuve la suerte de conocer hace ya muchos años, donde Perico cavó con fuerza la tierra para atar las raíces de mi corazón y dejarlas crecer y expandirse. Por su mano conocí a amigos eternos que son ya familia, Víctor Manuel, Julia, nuestra hermosa Ari en su primer camino por el periodismo, que arribó a mi vida en Pacheco. Nuestro Juan Pedraz, cuya voz trasladaba a las ondas en las noches las tardes de toros. Nuestro Juan, la simiente de Dani, aquel niño rubiajo y precioso, ese hijo que habéis tenido a medias, compartido, tan querido, siempre a vuestro lado.
Llegaron también de tu mano incluso los genios de la cocina de mi tierra, Pedro Mario y Óscar Manuel, los "ermitaños" de Benavente; y Luis, el del bodegón, en aquella lejana convención de Eurotoques con visita a un secadero de Guijuelo y mesa compartida con los mejores de los fogones. Qué privilegio tantas puertas, tantos corazones abiertos.
Tantos días, tantas noches en la terraza o en el comedor. Tantos veranos e inviernos, aquellos días de feria antes de los coloquios de Alfonso con José Luis y Marga. Qué poquitos van quedando, cuántos te esperaban ya al otro lado. Esta galería de personajes, castas y noctámbulos que me habitan el alma y la memoria, las noches de premios con Venancio, con los maestros de verdad, mayúsculos, en todos los ámbitos: Su Majestad, Capea, el rincón de Robles junto a la chimenea donde pasaba apacible sus últimos inviernos con su fiel Limo y su mantita echada por las piernas; esa chimenea donde ondeaba como una bandera uno de mis artículos enmarcado sobre El Albero y su gente escrito en el viejo Correo de Zamora.
Y el más grande, Navalón, siempre Grande, y Juan Carlos Martín Aparicio, maestros, compadres, amigos más allá de la muerte, con aquellas sobremesas donde aprendías más del toro y de la vida que en todas las universidades del mundo juntas. Y Alipín, y Guillermo, embajador del bravo y de la ternera morucha que en la brasa del Albero era mantequilla pura y gloria bendita en la boca. La panda de Zamora, Cecilio, Orestes, que tenía luego correspondencia en Castroverde o en el Viriato; aquella carta de ida y vuelta con el foie con Oporto y pasas del Mesón de Lera y los puerros con mostaza de la casa; aquellos hombres amigos de mi padre que me llevaban y traían a toros, comidas y tertulias casi como a una mascota mimada; nunca fui tan bien escoltada por el mundo, tan protegida como entonces. Y los primeros pasos en el periodismo y los afectos de nuestra Rosa Jiménez, la Pete, que se quería comer el mundo, que se lo ha comido de hecho, y un joven Cañamero dando ya guerra con la pluma en aquel incipiente Tribuna.
Escuela de vida, restaurante de la créme, refugio de tiesos, casa de todos, el Albero de Perico era el más charro, el más bonito, más incluso que el de La Glorieta donde siempre nos encontrábamos con Rubén y Mezquita y Pablo el del Museo, de Villalpando al mundo. Y los mediodías en familia contigo y tu eterna y buena compañera de vida, la mesa a deshoras, a puerta cerrada, a corazón abierto: "fenómena, vente a comer con Ángela y conmigo, que tenemos moruja recién cogida", y sentirme en casa, entre los míos, con vosotros, en vosotros, junto al Tormes, donde mi casa y el Duero no se divisaban, cuando pensaba que el toro me devolvería todo el amor, toda la pasión y las ganas de aprender que yo le daba. Aquel orgullo cuando el Timbalero, los brindis, los abrazos, y tú siempre animando en las horas del silencio, del desamor, de pisar la tierra y morder el polvo, recordándome que era eso, una fenómena, al menos para ti, que todo lo dabas, que tanto nos has dejado. Tú sí que estabas por encima de tantas cosas.
En Salamanca, su tierra, la nuestra, se nos ha ido Perico, Pedro el del Albero. Y cuando gente tan querida, tan auténtica, tan de verdad como Perico se va, es como si de repente un torrente de vida se te echase encima y recordases que hubo muchos momentos de felicidad en los que con los bolsillos vacíos, llenos de aire, te sentías inmensamente rica. Y se me hace un nudo en el estómago, una bola como aquella que se me hacía al pasar por El Albero y ver sus puertas cerradas, ese remanso de vida, esa Salamanca que ya sólo existe en nuestra mente, en nuestro corazón, que siempre será también mía. Estas lágrimas mientras escribo y esta sonrisa a la vez, tanta vida, tanto que agradecer.
Vete en paz, amigo mío. Sereno y sabio. Vuela, prepara el fuego y la brasa, la morujita y una partida de mus ahí arriba, que ahí estaré cuando toque, deseando abrazaros de nuevo.
Te quiero tanto.