Con el verano, retornan a este país, aunque en realidad nunca acaban de irse, la brutalidad, la crueldad, la insensibilidad y el salvajismo de los festejos taurinos, que en multitud de ciudades y pueblos se asocian a celebraciones religiosas o festividades tradicionales, en una mezcla de ignorancia, truculencia y feroz extremismo fanático que hace casi imposible su control y mucho más su prohibición o anulación, lo que sigue signando a España como uno de los países más incultos y socialmente menos sensible al sufrimiento.
La semi-prohibición de algunos de los más brutales festejos taurinos del país (el toro de la Vega de Tordesillas, los Bous a la mar de Dènia o las decenas de toros de fuego, ensogados y embolaos), no han evitado las enormes celebraciones de la crueldad, con participación directa de menores, que salpican el verano español con una indignidad que no merecemos, por no hablar de las “aristocráticas” corridas de toros, con la asistencia y participación cómplice de autoridades y un público que paga entrada para asistir con regocijo y aplauso a la tortura y muerte sangrienta de animales. No es casual, ni mucho menos, que los principales defensores políticos de estas aberraciones, salvando escasísimas excepciones, sean quienes también defienden otras como la xenofobia o el machismo.
Entre el espanto y consternación que causan semejantes “tradiciones” en la sensibilidad humana (y hay muy competentes etnólogos, antropólogos e historiadores culturales de la tradición, que saben separar ésta de la iniquidad de lo taurino), los llamados Sanfermines destacan tanto por su proyección internacional (que a muchos avergüenza) cuanto porque son generosamente publicitados por entes públicos e instituciones llamadas democráticas, en loor de las cifras del turismo.
Cada año miles de personas acuden a Pamplona el 7 de julio con una única misión: celebrar los Sanfermines: nueve días que son una sucesión de encierros, fiestas y borracheras multitudinarias por calles intransitables, locales masificados y ausencia total de normas de urbanidad. Turistas de todo el mundo acuden con la intención de descubrir qué fue aquello que enamoró a escritores como Hemingway, para encontrar un inmenso botellón día y noche entre basura, griterío, masificación e inconsciencia de tal calibre, que hace que hasta la televisión pública dedique una programación especial que muestra la crueldad en un horario en el que las personas que ven la televisión son niños buscando dibujos en pleno verano.
Argumentos para cuestionar y eliminar los festejos taurinos sobran al raciocinio; razones para evitar que ciudades, pueblos y lugares sean signados con el marchamo de la brutalidad, hay muchas, aunque son sistemáticamente negadas por autoridades de todo nivel (alcaldes, concejales, consejeros, ministros…), que temerosas de perder un poder que creen sustentado en su tolerancia hacia el más truculento salvajismo, ni se atreven a cuestionar.
Eliminar de nuestra sociedad unas “celebraciones” que nos hacen indignos y nos señalan como salvajes (en mi ciudad, las autoridades ponen durante un mes, en lo más alto de la plaza mayor, una bandera con silueta taurina con las fechas de las corridas), como ya han hecho algunas ciudades españolas con el aplauso del mundo y de quienes quieren un mundo habitable, es tarea que no solo corresponde a quienes disponen de los mecanismos legales para hacerlo, sino que requiere una toma de postura de la ciudadanía, una protesta racional, una negativa moral, que supere la asociación de la brutalidad con la diversión, que elimine el binomio fiesta/grosería y que sea capaz de conseguir un ámbito de convivencia donde la alegría no se convierta en insulto.