LOCAL
Actualizado 04/07/2025 14:59:12
Elena Rodríguez

Entre las rocas del Campus Unamuno se esconde una cueva que pocos miran, pero muchos temieron. Fue hogar, refugio y leyenda. La llaman la Cueva de la Múcheres, y su historia merece ser contada.

Si eres salmantino y has sido un niño un poco travieso, puede ser que alguna vez hayas oído hablar de la Múcheres. Pues al igual que el coco o el hombre del saco, en Salamanca los padres desesperados, con niños gritones, nombraban a la Múcheres para que sus hijos silenciaran sus llantos o retiraran de sus cabezas cualquier travesura que pudiera emerger de su imaginación. Pero… no todo el mundo sabe de dónde viene este nombre, o quién era esta mujer.
A pocos metros de la Facultad de Farmacia, en pleno Campus Unamuno, encontramos un lugar que pocos salmantinos conocen. Una misteriosa abertura entre las rocas que, a pesar de encontrarse vacía, en ella habitan muchas historias y leyendas. Y es que, gracias a los cuentos, una cueva siempre es un lugar misterioso, que da lugar a cientos de historias, y precisamente historia, no nos falta en Salamanca. Por eso hoy vamos a adentrarnos en los secretos que esconde la “Cueva de la Múcheres”.

Terror de los niños, cobijo de soldados

Por las calles de piedra de Villamayor, cuentan que, durante la guerra, en esta cueva vivía una mujer a la que llamaban la Múcheres. Aunque su nombre era motivo de susto para muchos niños, por el contrario, lo que hacía era dar refugio a combatientes para que no fueran capturados y fusilados. Era una mujer de apariencia desaliñada, falta de recursos, con el rostro marcado por quemaduras. Algunos cuentan que era una mujer muy bella, pero tras tener la mala suerte de estar en medio de un incendio, se quemó la cara. Tal vez esta situación fue la que llevo a esta misteriosa mujer, a vivir en esa cueva escondiéndose de risas y miradas que podrían surgir en la gente al ver su rustro.
A ella le rodeaba una extraña mezcla de miedo y compasión. Algunos la evitaban, otros le dejaban un trozo de pan en el quicio de la puerta. Había quien decía que hablaba sola, y quien juraba que tenía una sabiduría antigua, como si hubiese vivido muchas vidas antes de la suya. Pero sobre todo, era una mujer que sobrevivía, y eso, en tiempos de guerra, ya era una heroicidad silenciosa.
En la penumbra de su cueva, más que monstruos, se escondía la realidad de una mujer pobre, rota y resistente. Y es esa dualidad —la leyenda infantil y la historia humana— la que hace de la Múcheres un personaje fundamental del folclore popular salmantino.

“¡Bribribri, señorito!”

Junto a su familia, en esta cueva también vivió otra gran figura de la historia salmantina, Tomás Rivas, un limpiador de botas que siempre asentaba su pequeño negocio en la puerta de la Cafetería Las Torres. Aquel que paseaba por la Plaza Mayor en los años setenta u ochenta difícilmente podía evitar el soniquete que anunciaba su oficio: “¡Bribribri, señorito!”, gritaba con una sonrisa desdentada mientras alzaba su cajón de madera y, cepillo en mano, ofrecía su servicio.
Tomás era hijo de la Múcheres. Heredó de su madre el misterioso apodo de “El Múcheres”, también la capacidad de resistir a la adversidad con una dignidad silenciosa, pues se cuenta que de los 88 años que tenía cuando murió, había trabajado 75. No le hacía falta techo propio ni mostrador de mármol; su trabajo honesto bastaba para convertir la piedra de la plaza en su oficina. Fue parte del paisaje urbano de Salamanca, figura tan presente como las farolas o los bancos de granito. Aquellos que tuvieron la suerte de que sus zapatos pasaran por las manos y entre los cepillos del Mécheres, cuentan que, con mucho empeño y maestría, los dejaba tan relucientes como la plata recién pulida.
A pesar de que su oficio fue desapareciendo, su memoria perdura. Hay quienes aún recuerdan su andar rápido, su grito peculiar, su gorra encasquetada y ese cajón de betún que parecía una extensión de su cuerpo. Nunca tuvo grandes posesiones, pero Tomás Rivas vivía una vida tranquila y sencilla, aprendiendo a vivir y ser feliz con aquello que poseía.

Memoria y transformación

Con el paso del tiempo, la cueva fue perdiendo su función como hogar. La Múcheres desapareció, Tomás Rivas se hizo parte de la historia oral, y la ciudad, como siempre, siguió cambiando. Pero la cueva no quedó del todo abandonada. En sus últimos años de vida activa, albergó algo completamente distinto: un bar. Sí, donde antes hubo refugio y miseria, hubo después risas, vasos de vino y conversaciones de madrugada.
Alrededor de ella también se celebraba la Feria Monográfica de Salamanca, una feria de ganado que reunía a ganaderos, comerciantes y curiosos, y que convertía ese rincón en un hervidero de vida rural. Allí se podían ver reses, puestos de venta, niños corriendo entre los corrales, ancianos contando anécdotas… Era otro tipo de refugio: un refugio de tradiciones.

La cueva como símbolo

La Cueva de la Múcheres no es sólo un hueco en la tierra: es una grieta en el tiempo. Un resquicio donde lo real y lo mítico se entrelazan, donde la piedra sirve de refugio y de frontera entre lo visible y lo escondido. A simple vista, es una abertura entre peñas, oculta por la maleza, ajena al ritmo universitario del Campus Unamuno que la rodea. Pero quien se detiene a mirarla, siente que ese lugar guarda secretos que no caben en los libros de historia.
Durante años fue una casa, una trinchera, un escondite. Un testimonio inerte y sólido de cómo la vida se abría paso incluso en las condiciones más adversas. Sus paredes de roca no fueron pintadas, pero están grabadas por la memoria de quienes la habitaron y por el silencio de quienes la ignoraron.
Hoy, muchos pasan junto a ella sin saber qué fue. Sin saber quién durmió allí, qué historias se tejieron bajo sus sombras. Pero aún permanece, tozuda, como un recuerdo enterrado a medias que Salamanca se resiste a olvidar del todo

Etiquetas

Leer comentarios
  1. >SALAMANCArtv AL DÍA - Noticias de Salamanca
  2. >Local
  3. >La historia olvidada bajo las piedras de la cueva de 'La Múcheres' en Salamanca