OPINIóN
Actualizado 28/06/2025 10:36:04
Juan Ángel Torres Rechy

Los pabellones con inscripciones en caracteres alusivas a sentidos recreativos, poéticos, tradicionales, destellaban dorados, plateados, bronces, a la luz del alumbrado del siglo XXI.

I
Si yo refiriera únicamente lo que de literatura y arte (cultura, en una palabra) hay dentro mío, no alcanzaría, seguro, a terminar el párrafo. No han sido pocas las ocasiones que me he sentado en una piedra al lado del lago de la ciudad donde vivo para contar con los dedos los libros que he leído. No he llegado al par de dígitos. Pero eso no ha obstado para que, sentado a la orilla del cuerpo de agua, haya entendido que con ocho basta. Si la cifra la recostamos en posición horizontal, su número resulta infinito.
En Xalapa, Veracruz, México, tenemos un parque céntrico, los Tecajetes. Durante un tiempo, cuando todavía resultaba posible caminar a solas por lugares poco frecuentados, iba ahí incluso a muy primera hora de la mañana no solo a correr y hacer ejercicio, sino también a contemplar el paisaje desconozco si con una actitud estética o espiritual. Por aquellos años de una edad adulta joven leía libros de filosofía, religión, espiritualidad chinos, indios, ocasionalmente árabes. Un fin de semana llevé ahí mi Fausto, de Goethe, para sentarme en un banco de piedra y terminarlo.
Mirándolo en retrospectiva, desatino a explicarme cómo leía libros a velocidades de 120 km/h. Devoraba una tarde entera uno. La resaca no me impedía embutirme uno más la mañana siguiente. Leía hasta que la luz de la luna, blanca como de costumbre, caía con su plata fingida hasta las páginas estampadas con letras rutilantes. Mi Virginia Woolf la leí de ese modo, en una terraza en el corazón urbano de la ciudad que cuidó mis primeros y no tan primeros años de vida.
II
Cuando dejé de interesarme solo por los libros que narraban una historia real, comencé a leer literatura de otro modo. No me importaba que las historias no fueran reales. Sin saberlo aún, daba un paso adelante en el camino rumbo a la apreciación de la literatura como un objeto estético que está más allá o más acá de lo que supuestamente decimos que es la realidad. La apariencia que atestiguan nuestros sentidos afuera en lo que pasa en el entorno dista de agotar los caudales del sentido que manan de dentro afuera de nosotros mismos.
Hoy más que nunca, tal vez, comprendo mejor (sic) lo que a falta de griego referiré en términos castellanos gruesos como mito de la caverna. En efecto, claro está, no somos otra cosa más que sombras que pasan. (Una sombra que pasa, ahora lo recuerdo, era el título de una de esas novelas que leí como si brincara la cuerda al pasar las páginas). Pocas cosas hay menos inestables que la representación del mundo a la que asistimos cuando retiramos la cortina de la ventana y dejamos que la luz del día ponga de relieve el polvo de las cosas. Afuera casi todo es cambio, mudanza, transformación. Mientras que adentro, de otro lado, el asunto de la vida se reduce asimismo a una transformación, mudanza, cambio, pero rumbo a la estabilidad y la quietud. Dos movimientos similares operan de manera contraria (no contradictoria) con la mirada puesta en un mismo fin, cuando la voluntad se emplea en estos menesteres del entendimiento de la vida.

III
Yo soy una de esas personas que creen en la verdad. Una verdad no de sastre cortada a la medida de cada quien. En términos de lingüística, en relación con las lenguas, los idiomas, existe una convención, un acuerdo que dictamina de manera tácita el vocablo que referirá cada objeto en particular dentro de un cuerpo social. La arbitrariedad de que cada elemento de la existencia reciba un nombre común o propio no implica otro tipo de arbitrariedad, donde cada quien llamará a cada cosa según su capricho. Cuando entendí esto, comencé a interesarme más por la literatura. El que un asunto rozara más de cerca o menos la realidad, no obstaba para que la narrativa por sí misma, o la poética, fuera un universo en sí mismo con sus propias leyes y excepciones.
Cuando concebí lo anterior, se me prendió el foco. Las luciérnagas volando en torno mío, esa noche en un campamento fraterno, contemplaron con sus ojos el destello del aura de mi cabeza y rindieron una postración aérea sencilla, en reverencia de esa luz que competía en nitidez con la suya, manando no de los planetas vagabundos sino de mi cabeza todavía con una cabellera espesa. El poema que tenía entre las manos aquella noche era, probablemente, Piedra de sol.

IV
¿Qué buscamos cuando acudimos a la poesía? ¿Qué es eso que casi nunca encontramos, salvo en casos contados? ¿Por qué nos gusta leer a Jorge Luis Borges? ¿Qué liturgia diáfana, inasible, remota, concierta nuestro ánimo suspenso en su hechura? ¿Por qué la imagen de un Macedonio Fernández despierta en nosotros mayor pasión que la de una moneda de oro real encontrada en unas ruinas? ¿Por qué, a menudo, la concepción de una persona sabia va aparejada a una pobreza volitiva y un amoroso desprecio del mundo? ¿Por qué creemos en eso que solo conseguimos rozar con el ala de nuestro intelecto fugitivo? ¿Por qué la belleza, para nosotros, radica más en un argumento que apuesta por la pérdida, la merma, el balbuceo, en el mejor de los casos, en lugar del acero letal de la verdad única? ¿Por qué creemos en la derrota como signo supremo de la concepción cabal del universo? ¿Por qué nos hacemos tontos a los ojos de los demás, celosos de una epifanía interior, que en caso de traicionarla a ella nos pondríamos en condiciones de competir con los cuerpos más atléticos y los talantes más despejados del mundo? ¿Por qué, en una sola palabra, crucificarnos en el madero de nuestra anunciación, en lugar de desabotonar el cuello de la camisa y sonreír en la biografía?

V
Estando en estas cavilaciones, recibí por un medio electrónico lo que según palabras del autor no sabemos si es una novela corta, un relato, u otro tipo de texto. El autor fue mi alumno en la Facultad de Letras Españolas de la Universidad Veracruzana, en el año 2017. Desde entonces, ya sea las veces que coincidimos en Xalapa, ya sea de manera remota, digital, nunca hemos dejado de estar en contacto. Él es uno de esos estudiantes que tienen más bagaje cultural, literario, que sus docentes. Aunque para sus ojos quizá resulte todavía difícil apreciarlo, su personalidad se encuentra dotada de un espíritu que en nada desmerece de la mejor literatura escrita en cualquier Francia, Alemania o España posible. Tan pronto cita a San Agustín de Hipona como a Pier Paolo Pasolini, Fellini, Beethoven. Tan pronto te refiere su gusto por la elegancia y la distinción, por el título honorífico que supone la profesión docente, como su simpatía y aprecio fuerte por las personas en condición de calle, a quienes sabe valorar como pocos.
Su novela (para mí no es un relato, ni otro tipo de texto), titulada Las lágrimas de don Beto, la leí de una sentada, en su condición de manuscrito. Hacía tiempo que no me capturaba una obra de tal modo, aunque hace unos días he regresado a Durrell. El pseudónimo de su firma parece ruso, y ruso parece al inicio el argumento de su relato. Mediante el recurso de la obra literaria que termina por destino en las manos de una persona sensible al arte, atestiguamos la vida contenida en esas páginas y la impresión que deja en su primer lector.

“Federico [el autor del manuscrito al interior de la ficción] escribía todo el tiempo. A veces, durante las clases de la pasaba escribiendo en su cuaderno y era obvio que no estaba anotando las declinaciones de latín o los datos sobre la vida de Cervantes. Llevaba un diario en el cual anotaba todos sus pensamientos e ideas, todos sus intentos de novelas y cuentos, poemas, obras de teatro, ensayos, diálogos, monólogos, reflexiones, en fin, todo un universo literario. […] todo Federico significaba una especie de aurora mezclada de caos y serenidad, de creación y destrucción constante.”

Para el personaje que nos comunicará la vida de Federico, su encuentro significó un cambio de paradigmas vitales: “Creo que de no haber sido por él, no me hubiera interesado tanto en conocer más a fondo todo lo relativo a la vida de los artistas atormentados con el choque de sus ideales contra la realidad atroz del consumismo y el capitalismo. Pude hablar un tiempo con él y convivir lo necesario para formarme un concepto de él algo firme, aunque siempre estaba en constante cambio, pensado cosas nuevas y buscando la forma de expresar todas sus ideas de diferentes modos.”
Para el autor de esta columna, que tuvo la dicha de ser maestro del escritor, no resulta difícil emparejar algunos rasgos de la narración con su propia persona, pero esto sobra decirlo, está de más. La obra de arte literaria habla por sí misma. Ahora todavía se encuentra en condición de manuscrito, porque no hemos encontrado aún una editorial para llevarlo a las prensas. En cuanto consigamos dar ese paso adelante, subiremos la noticia a estos aprendices renglones.

VI
Por ahora, nos quedaremos con el gusto de haber leído un buen libro de literatura. Su lectura ha coincidido, además, con la de otros dos libros manuscritos, uno que sí va camino a las prensas, en Crisálida Ediciones, San Luis Potosí, México, y otro que está en busca de casa editorial, Caballos desbocados, de Farid Pozos (México). En relación con el primero, hablamos de Pájaro de sal, de Luis Mendoza Vega, otro joven autor que cuando leí por primera vez me dio la impresión de ser alguien mayor, debido a la serenidad, contención y claridad de su pluma. Regresando al libro citado arriba, Las lágrimas de don Beto, no mencionaremos el pseudónimo de la firma, pero sí diremos que su autor es el licenciado en Letras y Derecho (dos carreras), con especialidad en Promoción de la lectura, José Manuel Ferrandón Landa.
Este par de libros, sentado ayer por la noche en una piedra a orillas del lago Xuanwu, de Nanjing (Wuanwu es un dios del taoísmo, guerrero y protector), contaba con los dedos de las manos los libros que he leído. Las aguas de ese cuerpo líquido en medio de una muralla de kilómetros dejaba sentir su presencia con una brisa oscura. Los pabellones con inscripciones en caracteres alusivas a sentidos recreativos, poéticos, tradicionales, destellaban dorados, plateados, bronces, a la luz del alumbrado del siglo XXI. En el teléfono tenía las transcripciones de dos capítulos de Despacio el mundo, de Ramón Andrés, y una entrada de La historia del mundo en 100 objetos, de Neil MacGregor, que me había remitido mis padres. El texto de MacGregor hablaba de una escultura de bronce de un saltador de toros cretense, hace 3.500 años.

VII
Anteayer, en mi plataforma china había publicado el anuncio de una novela de otro joven autor, que estuvo camino a ser torero, Eduardo Lozano García, La comezón que deja el guixe del maguey. Él entiende lo que se dice tomar al toro por los cuernos. De igual manera, aunque de un modo menos deportivo, nosotros nos consagramos a ese rito humano que busca convertir el desafío de la belleza en un objeto estético que diga lo que dejamos a nuestro paso.
El toro tiene un semblante que cambia cada hora del día, cada sueño por la noche. Ese toro, a la postre, se vuelve uno mismo, encarnado en nosotros, no para embestir al mundo, pues en eso no radica el proceso alquímico, sino para algo más supremo; cobra nuestra forma para que sea la belleza —belleza a fin de cuentas, buena, verdadera—, quien deje caer el estoque a nuestras pezuñas y haga posible la coexistencia de ambos en el mundo, como vimos en clases con mis estudiantes de Nanjing Tech University, al redactar una reseña y texto argumento con base en la película El libro de la vida (2014), del director Guillermo del Toro.
torres_rechy@hotmail.com

Etiquetas

Leer comentarios
  1. >SALAMANCArtv AL DÍA - Noticias de Salamanca
  2. >Opinión
  3. >Relación de sucesos literarios a orillas del lago Xuanwu