Si tras la noche de San Juan comienza, culturalmente hablando, el estío, la hoguera también trae consigo una fuerza indómita. Llámese exceso de juventud, hable de ello como el ímpetu de un cuerpo en vigilia. Es quizás el tiempo que empuja los ánimos, que los levanta para después arrastrarlos por el suelo y probar de ellos hasta su última gota de sangre. Más allá del pelo mojado, del fin de fiesta o el banco vacío, es el gran giro que se realiza en busca de la sombra, la migración a lugares más tranquilos.
Veintiún años en la ciudad sirven para conocer la rotundidad del tiempo vertical que provocan las temporadas turísticas. Paso a hurtadillas evitando empañar con mi figura la perfecta postal de Salamanca. Escucho con atención las vivaces multitudes foráneas intentando identificar el idioma en el que hablan, como si se tratase de un juego infantil, como si quisiera llegar más allá de la palabra y adivinar la intencionalidad de una mochila demasiado llena para recorrer una ciudad de provincias. Miro la procesión de disciplinantes guiados por las órdenes del capitalismo, con una devoción impostada y desplazada por nuevos santos lugares según las guías de viaje. No hay relicario ni tumba sacra que atraiga el fervor, solo un magnífico decorado que pierde su significado ante fotos que nada significan. Ante miradas que, tratando de llenar, solo vacían. Escudriñan las hornacinas vacías e inventan un devocionario que nunca estuvo escrito en la piedra. Habitan con el fantasma de una ciudad que nunca fue ni será, con la expectativa de la experiencia perfecta bañada por el sol y conservada, únicamente, en el restaurante recomendado por Tripadvisor. Ahí se presenta la verdad menos honesta, la de las reseñas peregrinas, la de la falta de coherencia con el lugar, guiada únicamente por el deseo más egoísta de una pueril mentalidad que no reconoce el sentido del alto soto de torres.
Así, el gran giro ya no se hace en busca de la sombra. La caminata está destinada a esquivar ese grupo que tapona la calle tanto como un camión de descarga. Para salvar la terraza mal ubicada en el entramado urbano. Para reducir el coste de unos pies que ya no saben a dónde van y que se dejan llevar como el péndulo de Foucault. La rotación es inexplicable.