OPINIóN
Actualizado 27/06/2025 12:32:27
Concha Torres

Ninguno de mis cuatro abuelos se subió jamás a un avión. Mis padres cuando ya estaban en edad de merecer y, por supuesto, como cosa excepcional, aunque con el paso de los años le cogieran cierto gusto. Yo recuerdo mi primer vuelo perfectamente, un Madrid-Málaga a mis catorce años. Desde entonces ha habido momentos en los que he vivido más en el aire que con los pies en la tierra; mis hijos cruzaron el Atlántico con pocos meses y metidos en una cuna y desde entonces no han parado. Y esta no es una historia familiar tan excepcional; en la genealogía de las personas viajeras, el avión se ha colado por donde antes solo pasaban el tren y la carretera secundaria con todas sus curvas y sus cosechadoras en verano.

El avión se ha quedado con todas las rutas que antes hacíamos en compartimentos de tren donde pasábamos la noche sentados y a veces en extraña compañía; se ha quedado con los pasajeros que empujan, se pierden, quieren pasar delante, se sientan en un sitio que no es el suyo y te clavan las rodillas antes de despegar. El avión se quedó con las maletas atadas con cuerda de esparto primero y con el cinturón del páter familias después (y ya no hablemos de los baúles con perchas y cajoncitos) y ahora cultiva ingenios coloreados con ruedas a prueba de atravesar una era castellana en barbecho. El avión es el sinónimo del viaje, que a la vez es el sinónimo de las vacaciones (aunque algunos lo tengamos que coger también para trabajar) y los que los explotan y sacan tajada de ellos y sus vaivenes lo saben. Se pueden comer patatas durante dos meses o comprar el papel higiénico de oferta; se puede repetir ropa de temporada y no comprar libros, no ir al cine y quizás quitarse alguna caña del recuento semanal, pero no, no se puede admitir que no se sube a un avión salvo si te llamas Greta Thunberg o como cosa excéntrica insistes en que te da miedo…Y en este último supuesto ya hay pilotos y azafatas guapísimos en Instagram que te dan un cursillo para que lo superes.

El avión te lleva a esa isla de la Polinesia donde no se te ha perdido nada pero es el lugar mágico al que siempre hay que volver (afirmación que hacen los que no ha ido nunca); es el que te pone en una tarde en Nueva York, fondo de pantalla donde todo el mundo quiere retratarse al menos una vez en la vida; es la máquina del tiempo que hace que despegues dormido de Madrid y te despiertes con el cuerpo hecho un cuatro pero feliz de estar en Tokyo donde millones de seres de caras sonrientes no se te acercan, no te tocan, las calles están limpísimas y a saber por qué está ahora de moda ir allí y no a Tombuctú. Todo lo que uno puede hacer, relatar, contar con entusiasmo y disfrutar como recuerdo se hace con un avión por medio, y esa es la gracia del aparato y la razón por la cual los cielos se han convertido en autopistas de nubes donde no se producen atascos ni encontronazos, aunque esto último, si seguimos como vamos, no tardará en llegar.

Este verano será el que nos traiga más de cien millones de turistas a España, que están dispuestos a venir a pesar de que sobrepasamos los cuarenta a la sombra, les timamos frecuentemente con unas paellas imposibles y unas sangrías dignas herederas del Calimocho que ya nos envenenaba hace cuarenta años. Vendrán a pesar de que las calas menorquinas parecen un zoco, las grandes playas de Cádiz de tanto bañista no parecen ni grandes y la cornisa cantábrica tiene más trasiego de madrileños que la M30. Vendrán y pagarán trescientos euros por una hamaca a pie de playa en Ibiza (visto en la prensa) y recorrerán Sevilla a las cuatro de la tarde con la fresca. Y vendrán porque los aviones vienen y van y vuelven a venir en este baile que tiene poco de vals y mucho de frenético delirio con banda sonora de festival de música tecno.

Hubo un momento en la historia en el que el hombre descubrió que podía volar, aunque vaya contra su naturaleza; y a partir de ese momento ya ningún lugar nos queda lejos, sólo a tantos euros de billete aéreo. Hubo otro momento en el que a varios señores propietarios de empresas de autobuses se les ocurrió que era más rentable poseer aviones y llenarlos de gente deseosa de ir a cualquier lugar (insisto en lo de “cualquier”) con tal de poder contarlo. Y si ahora nos encontramos con este delirio aéreo es, como tantas otras cosas, porque nos lo merecemos.

Concha Torres

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