OPINIóN
Actualizado 26/06/2025 10:14:54
José Luis Zunni

La filosofía Zen es una manera de entender la vida, además de una práctica budista que se caracteriza por enfatizar en la meditación, la atención plena y la comprensión directa de la naturaleza de la existencia.

También es una costumbre muy adentrada en el estilo de vida de los maestros Zen, el relato de enseñanzas a través de paradojas y metáforas, que se convierten en instrumentos poderosos del conocimiento y el aprendizaje.

La finalidad que me he propuesto hoy para mis lectores/as es que aprendamos cada día de las cosas más simples, aquellas que con frecuencia menospreciamos, aunque en el fondo, lo cotidiano, los actos más normales de la vida, son los que nos hacen cómo somos, cómo pensamos…o sea, cómo nos conducimos en la vida.

El maestro Zen y un joven erudito enfrentados por el conocimiento

En lo alto de una montaña vivía un anciano maestro Zen rodeado de nubes y cerezos, conocido en toda la región por su profunda sabiduría. Su nombre era Ryokan. No vivía en un gran monasterio, sino en una humilde choza de madera.

Cierto día, llegó al lugar una promesa intelectual que, conociendo la fama del maestro, quiso acercarse a él, conocerle y demostrarle que era un joven y brillante erudito, que había memorizado incontables sutras (aforismo o una colección de aforismos) y textos filosóficos. Que se consideraba un intelectual, de ahí su interés por conocer a un sabio famoso y anciano.

Estaba convencido que, con todo su saber y energía, podría debatir con el sabio y quizás, incluso, impresionarlo.

Después de una dura jornada de viaje a través de cadenas montañosas y por fin subiendo a la que era la montaña de residencia del anciano, llegó a la choza y encontró a Ryokan barriendo con calma las hojas caídas del patio.

—Maestro —dijo el joven con una reverencia un tanto impaciente—, he venido a aprender de Ud. los secretos del Zen y la iluminación. He estudiado la filosofía de los antiguos, las palabras de los patriarcas y las complejidades de la mente.

Ryokan le miraba impasible, le sonrío levemente, mientras dejaba su escoba y le invitó a pasar. Sin decir palabra, se sentó y le hizo un gesto al joven para que se sentara frente a él. El maestro puso dos tazas de té de cerámica sobre la pequeña mesa y una tetera humeante. Hasta ahí todo normal, ya que la ceremonia del té es parte de la vida de los orientales y la esencia misma para la conversación profunda y la meditación.

El joven, ansioso por demostrar su valía, comenzó a hablar sin parar. Citaba textos sagrados, exponía complejas teorías sobre el vacío y el ser, mientras continuaba hablando de sus propias interpretaciones y de los debates que había ganado en la capital. Hablaba y hablaba, llenando el pequeño espacio con todo ese fluir de un torrente de conocimiento. Creía que estaba impresionando al anciano que escuchaba y escuchaba.

El maestro Ryokan se mantenía en silencio, con una mirada tranquila y una sonrisa apenas perceptible. Pero el sabio veía que no había manera de contener al joven filósofo que estaba desbocado, por lo que mientras seguía hablando y presumiendo, Ryokan tomó la tetera y comenzó a verter té en la taza del erudito. Pero lo hacía despacio y lentamente la taza se llenó hasta el borde, pero el maestro no se detuvo, por lo que el té caliente empezó a derramarse, desbordándose por los lados formando un charco en la mesa de madera y goteando finalmente sobre las piernas del joven.

—¡Maestro, deténgase! —exclamó el erudito, sobresaltado y apartándose del té caliente—. ¡La taza ya está llena! ¡No cabe ni una gota más!

El maestro Ryokan dejó de verter el té, posó la tetera y miró fijamente al joven. Con una voz suave pero clara, le dijo:

—Tú eres como esta taza. Has venido a mí lleno de tus propias opiniones y especulaciones. ¿Cómo puedo enseñarte algo, si primero no vacías tu taza? Y fue éste el primer impacto claro que acusó recibir el joven erudito…quedándose en silencio.

El eco de las palabras del maestro, empezaron a resonar en la mente del joven, con mucha más fuerza que todo su arsenal de las escrituras que había memorizado. Miró el té derramado, la taza rebosante y, por primera vez en mucho tiempo, comprendió que su vasto conocimiento era, en realidad, su mayor obstáculo. Digamos que comprendió la realidad que el maestro Zen le había dibujado solo con las gotas del té que se habían derramado, como reclamo para que advirtiese que su comportamiento era justamente lo contrario de lo que la filosofía Zen propugnaba para el aprendizaje de vida.

Hizo una reverencia profunda, esta vez desde la humildad y el entendimiento

Había recibido su primera y más importante lección sin que el maestro pronunciara una sola palabra sobre filosofía. No era necesario recitar frases filosóficas, porque habían tomado cuerpo éstas en el propio vertido del té que despertara el alma y espíritu del joven, ahora con más realismo en el cuerpo que inquietudes intelectuales que le cegaban.

La paradoja de esta historia es que para que puedas llenarte de sabiduría, primero debes vaciarte. Y la soberbia es justamente lo contrario de la humildad, o sea que, para aprender de verdad, debes estar dispuesto a desaprender. Vaciarte primero de tus tópicos y prejuicios que son tan frecuentes en nuestro día a día, porque nos es fácil juzgar, casi un deporte nacional.

La moraleja de esta historia, es que el conocimiento no es solo acumular, sino también saber hacer espacio para lo nuevo. Vaciar para poder ocupar nuevo espacio. Vaciar para poder volver a tener capacidad para pensar…para reflexionar.

Vamos demasiado de prisa y con escasísima capacidad para la reflexión, menos aún para la meditación. Nos agobia el pasado, nos angustia el futuro y nos estamos perdiendo como si fuera un laberinto, este presente vital que vivimos cada día.

Un consejo: pellízcate la piel del brazo o la mano, como en demostración de que quieres despertar. No hay peor ignorancia que aquella que proviene de que estemos adormecidos frente a la realidad.

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