Tienen los intensos en estos tiempos, ansia de agua. Hace calor y pese a todas las advertencias, se van al baño a mojarse o a rellenar las botellas con las que se persiguen en el recreo porque resulta que hacerlo por el pasillo conlleva parte de incidencia y bronca al canto. Hay que dejar respirar a los de la limpieza que suficiente tienen con las ganas de hacer arte con el papel higiénico o la falta de puntería de algún despistado. Y es que necesitan una fuente en el patio, los intensos.
El otro día me la imaginé en un rincón, al lado de las canchas. Serviría no solo para rellenar la botella, sino para ponerse tibios de agua y empapar al vecino con saña. Qué falta les hace la fuente, pero si no tenemos dinero para la pintura, menos para un bebedero de patos. Eso sí, qué felices serían como aquella vez que les llevamos de excursión a Almenara Puras y nos temimos que acabaran como en el jardín del Edén. Ellos se quitaron las camisetas y se remangaron todo lo remangable. Ellas parecían salidas de la ducha y todo porque hacía un calor tórrido y en el comedero ajardinado había dos hermosas fuentes homenajeando a los baños romanos. Se empaparon hasta el último recoveco y se lo pasaron pipa, ni mosaicos, ni restos arqueológicos. Se bautizaron por inmersión y acabaron agotados en el autobús. Hacen las cosas a conciencia, los intensos. Y mientras mi amigo Rafa, el de economía y yo les mirábamos alucinados, nos fijamos en el alumno al que le habíamos dado los bocadillos y las latas de nuestra cosecha porque apareció con las manos vacías y la sonrisa feliz. Un muchacho marroquí que llegó en las entrañas prehistóricas de una atracción de feria y acabó misteriosamente en la estación de tren de la ciudad letrada donde alguien dio parte al reparar en su deambular errático y su soledad de niño grande.
Recuerdo su nombre pero no lo voy a escribir. Llevaba en el costado, lanzada de Cristo, una herida como boca de bordes no cosidos, sino unidos con los dedos, costura mal hecha de alfarero para sellar los bordes. No sé si fue Rafa o fui yo quien le preguntó por esa cicatriz que parecía cuchillada o navajazo y él interrumpió el juego para decirnos que eran las rocas, las rocas de la playa. Ninguno de los dos insistimos.
Recuerdo aquella herida como recuerdo lo poco que logramos con los desheredados de la fortuna que acaban en nuestras aulas. Alimentamos quizás su hambre y sonreímos a su paso, pero qué poco más podemos darles, consolarles, enriquecerles. Nuestro chico llegó feliz de salir, de ser niño, de ver algo que no entendía, de jugar a mojarse. Se quitó esa camiseta cualquiera y ahí estaba la cuchillada, el navajazo, la cicatriz mal cosida de una vida de abusos. Y su sonrisa. El juego, la despreocupación, el agua, el calor, la tripita llena de galletas. Todos corrían y gritaban, todos iguales, todos empapados, todos locos de contento. Nada les diferenciaba y hasta nos salpicaban feroces sin saber que nos dolía la desnudez de la desgracia.
Hace calor y yo sueño con una fuente para los intensos. Llegarían a clase chorreando, enfadados, feroces, dispuestos a estrujar la camiseta y a salpicar al otro. Vendrían iguales, con la misma risa, sin pasado, sin cicatrices, agotados, niños al fin. Y es que con el calor necesitan agua, los intensos.
Charo Alonso.
Fotografía: Fernando Sánchez Gómez.