Aquellos con los que comparto DNI comparten también el recuerdo de “las ferias” (así en plural) lugares a los que íbamos a jugarnos la vida sin saberlo, en aquellas atracciones que jamás pasaban un control de seguridad y a recibir escobazos de la bruja en el susodicho tren. Si la tarde se daba bien, la rematábamos con una montaña de química en forma de algodón dulce y mucha frustración tirando pelotas de goma para ganar un perrito piloto que nunca era posible ganar. Si armáramos los ejércitos modernos con aquellas carabinas de feria las guerras se acabarían en dos días.
No he sido yo carne de feria, nunca le he encontrado el atractivo a subirme en unos cacharros cuyo objetivo es fomentar el vértigo o el mareo, sensaciones desagradables donde las haya y que a mí, que me mareo en todo lo que se mueve, columpios incluidos, me afectan especialmente. Así que pasada la edad en la que ir a las ferias ya no era requisito indispensable para estar en el mundo, no me han vuelto a ver en ninguna de ellas, parques Disney y similares incluidos, que no dejan de ser una feria sofisticada. Tampoco me han interesado jamás las ferias agropecuarias y similares; me he librado de ellas viniendo de donde vengo porque jamás he tenido ganado ni ganaderías (no lo quiera Dios que diría Lola Flores) y como tampoco soy empresaria de nada, esas otras ferias de muestras, marcas, maquinaria y todo tipo de cacharros y alimentos me sobran.
Pero desde hace unos años, pocos pero intensos, en los que la escritura ha ido ocupando una parcela de mi tiempo y de mi cabeza, la palabra feria ha adquirido un nuevo significado. Ahora soy fanática seguidora de las ferias del libro, e incluso a veces tramoyista; e incluso algunas veces más, miembro del cuerpo de actores, bailarines y cantantes. De repente, se me han olvidado los ruidos de megafonía, los mareos en la noria, los golpetazos de los coches de choque, el olor a fritanga y el sabor a fresa estropajosa del algodón dulce, porque en estas ferias que ahora frecuento con gusto se habla de libros, de lo que contienen, de los que los escribimos y de los que están por escribir; como conversación y lugar en el mundo, aparte de las librerías, no encuentro otro sitio mejor.
Y les aseguro, el libro no es una mercancía fácil de vender cuando una es recién llegada al tinglado y no tiene un aparato publicitario detrás. En las ferias del libro se habla tanto o más que se vende (que tampoco es mala cosa) y las colas para firmar se forman delante de las figuras televisivas o los futbolistas; a los demás nos toca intentar que se detenga el paseante unos minutos y nos haga caso, y poner cara de póker cuando después de escucharnos por pura amabilidad, ese mismo paseante de la feria del libro te suelta: “a mi no me gusta leer” …Cuando no es otro tipo de lindeza. Pero al lado de impertinencias, frases sin tino y miradas de condescendencia, también hay quien se detiene y te escucha, hojea el libro, te hace preguntas y acaba llevándoselo dedicado y, en ese momento, a ese lector anónimo del que nunca más vas a saber nada, le darías, como poco, un beso de tornillo. Son momentos escasos pero merecen la pena porque, los escritores, por mucho que nos explayemos diciendo que escribimos para entender el mundo, para ordenar nuestras ideas, para reflexionar, denunciar, expresar insatisfacciones, miedos y todo tipo de fenómenos esotéricos, para lo único que escribimos de verdad es para que encontrar personas que nos lean y, si es posible, que nos cuenten lo que les ha parecido de viva voz; o que se lo cuenten a otro que será, un nuevo lector. Y para eso, nada como una buena feria.
Y termino metiendo una cuña propia: a varios compañeros de mi editorial se les ocurrió hacer una publicación con todas estas anécdotas de feriantes libreros por las provincias y el resultado ha sido un libro que, además de divertido, es todo un tratado de antropología: “Yo he venido a hablar de mi libro” de Bohodon ediciones se titula. Denle una oportunidad, y vayan a las ferias del libro a conocer a esos autores que, ni han ganado (ni ganarán) el premio Planeta, ni son Influencers (que alguien termine con esta palabra, por favor) ni quieren más que escribir porque así se lo pide el cuerpo. Y otra cosita más: vayan a comprar a las librerías y, si no tienen los libros de esos autores menos conocidos, el librero los pide y ustedes vuelven dos días más tarde a por ellos; así de simple.
Concha Torres