OPINIóN
Actualizado 13/06/2025 07:58:41
Álvaro Maguiño

A medida que avanza el año, cuanto más se acerca al ecuador, la tendencia al costumbrismo se acentúa. El día atornasolado no cuenta ninguna verdad más allá que debe acabarse. Como todo, imagino. Como las carreteras comarcales a las que solo se les permite ver rebaños de ovejas y de vacas, encinas perdidas, pero nunca personas. Como esa canción de verbena que se saben todos los asistentes. Como una palabra que colapsó en nuestra cabeza.

Las carreteras saben más del designio humano que de geografía. No atienden a la escala de los mapas, sino al deseo de conectar lugares. Son artificiales arterias de un corazón que debería seguir latiendo bajo la gran meseta. Quizás no queda de él más que este tejido antiguo. Y resulta irónica la negación o, mejor dicho, el ocultamiento de la naturaleza para resaltar ese deseo de la comunicación con el otro. Así, el resultado es obvio. La circulación parece asegurada y libre entre varios puntos. Las personas cogen el trazado entre sus manos como si se tratase de un mensaje encriptado. Analizan cuántas horas tardarán en leerlo, ya sea total o parcialmente; la ruta comunicativa más sencilla y aquellas de las que tienen que olvidarse. Toman una decisión consciente asumiendo su responsabilidad en este acto mudo, pero también el designio de lo que otros quisieron de ellos. Una tierra no comunicada es una tierra a la que se le prohíbe hablar.

Las vías del tren envejecen bajo la falta de compromiso con las palabras. No he conocido los raíles que conectaban Salamanca y Zamora más que por imágenes. Ante mí las fotografías que prueban las cicatrices de la tierra. Como si se tratase de una vera effigies, el instrumento perfecto de adoración, pero también de conmemoración y propaganda. Soy tristemente el espectador impasible del diálogo inconcluso. Porque el mayor miedo humano no es la soledad, sino el colapso de la comunicación. Y la vegetación crece sobre las estaciones abandonadas como lo hace por las catedrales medievales. Ya no son más que hitos. Han perdido su función de punto seguido para ser el final del territorio. Pequeñas ermitas sin santo castizo, ni añeja cruz, ni dios. Solo esa sensación de interrupción. De continua ausencia

Debemos reflexionar sobre la dimensión más profunda de esta comunicación fustigada por las malas decisiones, por la temporalidad y la dejadez. El riesgo sentimentalizado que señalo resulta el coletazo invisible de una realidad más que visible. La tierra va olvidando las palabras en una línea ferroviaria clausurada y en las desconchadas carreteras comarcales.

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