No hay niños, hay personas. Pero con una forma diferente de pensar, de sentir, de actuar. No se trata de prepararlos para el futuro, sino de respetarlos en su presente.
JANUSZ KORCZAK
Cada niño que es forzado a trabajar es una infancia robada. No hay excusa, no hay justificación. El trabajo infantil es una forma de violencia.
KAILASH SATYARTHI
El trabajo infantil es una de las heridas abiertas más profundas de nuestro tiempo, una herida que sangra en silencio en los márgenes del mundo, entre millones de niños y niñas cuya infancia ha sido secuestrada por la necesidad, la indiferencia o la explotación. Lejos de ser un fenómeno marginal o del pasado, el trabajo infantil sigue afectando a más de 160 millones de menores en todo el planeta, la mitad de ellos en condiciones peligrosas, según los datos más recientes. En pleno siglo XXI, esta realidad constituye una de las manifestaciones más crudas de la desigualdad estructural y de la incapacidad colectiva para garantizar derechos fundamentales a quienes más los necesitan.
No se trata solo de una cuestión de pobreza, aunque esta sea una de sus causas más visibles. El trabajo infantil es el producto de una constelación de factores que entrelazan economía, cultura, política, género y geografía. Allí donde fallan las políticas públicas, donde la educación es un privilegio y no un derecho efectivo, donde la protección social es débil o inexistente, donde la violencia y los conflictos desplazan a las familias, los niños terminan convirtiéndose en mano de obra barata, invisible y fácilmente explotable. En los campos de cultivo, en las minas informales, en los talleres textiles, en los mercados ambulantes, en los hogares de terceros o incluso en redes de trata y explotación sexual, los niños trabajan desde edades tan tempranas que apenas saben hablar con claridad, y ya están privados del juego, del descanso y de la escuela.
En este contexto, la infancia se convierte en un territorio frágil, amenazado por la urgencia de sobrevivir. El trabajo infantil no solo impide que los niños accedan a una educación de calidad y a un desarrollo saludable, sino que deja secuelas duraderas en su salud física, en su estabilidad emocional y en su confianza en el futuro. Muchos sufren lesiones, enfermedades crónicas, trastornos psicológicos o traumas derivados del abuso y la sobrecarga. Y, al quedar fuera del sistema educativo, están condenados a reproducir el mismo círculo de exclusión y pobreza que intentaron romper con su trabajo precoz.
El sistema económico global, profundamente asimétrico y basado en la lógica del beneficio, no está exento de responsabilidad. Muchos de los productos que se consumen cotidianamente —alimentos, ropa, tecnología— están vinculados directa o indirectamente a cadenas de suministro en las que hay presencia de trabajo infantil. La responsabilidad no recae únicamente en los países donde se produce, sino también en quienes financian, distribuyen y consumen esos bienes. La globalización, sin mecanismos éticos vinculantes, ha amplificado las zonas de impunidad y ha diluido la trazabilidad moral de lo que compramos. ¿Cuántos de nosotros podemos asegurar que nuestras decisiones de consumo no están alimentando la explotación de menores?
Las legislaciones nacionales e internacionales han avanzado en las últimas décadas. La Convención sobre los Derechos del Niño, los convenios 138 y 182 de la OIT, o las directivas europeas sobre trabajo juvenil ofrecen marcos jurídicos robustos. Pero las leyes, sin voluntad política, sin fiscalización efectiva y sin recursos asignados, se convierten en papel mojado. En muchos países, la edad mínima para trabajar es violada sistemáticamente, y las peores formas de trabajo infantil siguen ocurriendo a plena luz del día. La pandemia de COVID-19, además, supuso un golpe devastador, con cierres escolares, pérdida de empleos y debilitamiento de las redes de apoyo, empujando a millones de menores a un retroceso inaceptable.
Frente a esta realidad, la erradicación del trabajo infantil no puede limitarse a declaraciones de buenas intenciones. Requiere una acción coordinada y sostenida que combine políticas sociales inclusivas, inversión educativa, fortalecimiento institucional, compromiso empresarial y movilización ciudadana. Es imprescindible garantizar una educación gratuita, obligatoria, inclusiva y de calidad para todos las niñas y niños, eliminando las barreras económicas, geográficas y culturales que dificultan su acceso y permanencia. Las escuelas no pueden ser solo espacios físicos abiertos, sino ámbitos protectores y significativos que ofrezcan verdaderas oportunidades de crecimiento.
Asimismo, se necesitan sistemas de protección social sólidos que aseguren ingresos básicos a las familias más vulnerables, evitando que tengan que recurrir al trabajo de sus hijos como estrategia de supervivencia. Las empresas deben asumir su responsabilidad ética, auditando sus cadenas de suministro, aplicando códigos de conducta efectivos y comprometiéndose activamente con el respeto de los derechos humanos. Y la sociedad civil, desde los sindicatos hasta las ONG, pasando por los medios de comunicación y las comunidades locales, debe alzar la voz frente a cualquier forma de normalización del trabajo infantil, exigiendo medidas concretas, transparencia y justicia.
El trabajo infantil no es un fenómeno inevitable ni una expresión folklórica de culturas empobrecidas. Es una violación de derechos humanos, una injusticia que no admite matices. Cada niño que trabaja es un niño al que le robamos algo irrecuperable: su tiempo, su salud, su dignidad, su derecho a imaginar otro porvenir. Combatir esta realidad exige más que indignación: requiere una mirada lúcida, un compromiso firme y una acción transformadora que no cese hasta que todos las niñas y niños puedan ser, simplemente, niños. Porque no hay futuro justo posible sin una infancia libre, cuidada y plenamente reconocida. Y porque el trabajo infantil, en cualquier rincón del mundo, es una afrenta a nuestra humanidad común.