Una pequeña parte de mi cuerpo de apenas tres centímetros se convierte en ocasiones en tenaz torturador. Es un dedo que casi ha perdido su forma en la prisión del zapato de invierno, el diminuto y cruel receptáculo de la artritis que arde y duele y convierte cada paso en un martirio. Tan pequeño, tan inútil, tan doloroso. Le miro con sorpresa desde la altura de mi cabeza, desnudo en la sandalia recuperada a toda prisa de los armarios. Hace calor, descalzo este dedo dolorido, le miro sin el burka del calcetín. Y siento que sería capaz de cortarlo de un solo tajo si tuviera valor para ello.
Quizás sea la mía poca resistencia al dolor, o al frío, o al calor. Vivimos envueltos en el confort de la costumbre. Miramos la fotografía de Sebastiao Salgado en la que las gentes suben y bajan como hormigas sufrientes por las escaleras de una mina de oro. Hormigas, no humanos. Se afanan en la búsqueda de la pepita que salvará sus vidas, su doloroso amontonamiento horadando la tierra, arañando el precipicio donde dejan la existencia. He pensado en esa fotografía, dolorosamente pegada a mi retina, viendo las imágenes de los gazatíes en el cauce seco por el que son conducidos como ganado al lugar donde se supone, reparten las ayudas. Hormigas. Miento, las hormigas de la tierra de mi padre no las pisa nadie, los niños ya son grandes y no se entretienen poniéndoles obstáculos o echando agua en sus galerías. Suponemos que cuidados de todo bicho viviente y somos civilizados. Sin embargo, qué cerca están aquellos que son conducidos como ganado, mujeres empujadas como reses al matadero del lupanar, niños maltratados desde la cuna por padres abusivos, familiares y amigos en los que confiar que se vuelven engendros informáticos.
Hormigas humanas conducidas al horror para llenar una cazuela que alimente el ansia de toda una familia que asiste al derrumbe de su casa, a la incertidumbre de la carretera repleta de los nuevos desterrados de la tierra, desheredados de toda esperanza mientras aquí cuidados al pájaro que vuela, a la hormiga que carga con su costal de esperanza para rellenar la carestía del invierno. Gentes amontonadas en el calor del desierto. Gentes conducidas a las minas de sangre y fuego. Paisanos que confían en que no sea hoy cuando venga el dron a llevarse por delante lo suyo y lo del vecino, el cable que nos alimenta, la estación eléctrica de la que vivimos.
En tres centímetro de hueso, piel y nervios, un trocito de uña duro como concha del molusco que fuimos, se concentra el dolor que arde y que me recuerda que al menos, solo duele ese dedo y no todo el pie. Me indica incluso que en el armario de las galletas guardo la farmacopea de todos los brotes. Mientras, los ha que no tienen ya un solo espacio del cuerpo que no sienta dolor. Un dolor que no cesa. Un dolor que a nadie le importa. Tan pequeño, mi dedo…. Tan grande el hormiguero.
Charo Alonso.
Fotografía: Fernando Sánchez Gómez.