OPINIóN
Actualizado 30/05/2025 13:53:34
Concha Torres

No presumo de ser el colmo de la puntualidad, pero algo he aprendido de un trabajo en el que no se puede llegar ni dos minutos más tarde de lo previsto y de un país, este en el que vivo desde hace más de seis lustros, donde ser puntual significa estar cinco minutos antes de la hora prevista en el lugar donde a uno le esperan y donde llegar tarde es peor que llegar borracho o sin pasar por la ducha. Si es verdad como dicen, que la puntualidad es señal de respeto hacia el tiempo de los demás, debería ser una costumbre tan adquirida como la de dar las gracias por los favores recibidos, pero desde que es facilísimo mandar un mensaje telefónico diciendo “llego tarde”, me da que el respeto al tiempo ajeno ha pasado a la historia.

No hay que convertir la puntualidad en una fuente de estrés; en realidad, hay que eliminar todas las fuentes de estrés se llamen como se llamen, porque a falta de una bacteria que sea resistente a todos los antibióticos conocidos ese maldito estado de presión nerviosa continua es lo que acabará llevándonos a la tumba. Y aunque ahora lo hayamos bautizado con una palabra inglesa (otra más) y pensemos que es una modernidad, resulta que el estrés vive entre nosotros desde que el hombre se hizo sedentario allá por el Mesolítico y empezó a preocuparse por su ganado y sus cultivos. Diez mil años han pasado y no hemos aprendido a gestionarlo. Para el día en el que le encontremos una solución que no sea hacer Yoga en la India, que no está al alcance de todos, habremos llegado tarde.

Yo llego tarde a muchas cosas aunque procure no llegar tarde a mis citas y obligaciones. De la moda ni hablemos: cuando se volvieron a llevar los vaqueros de pata ancha yo me había quedado en los pitillo y cuando me decidí a ser de nuevo una chica ye-ye y ponerme la pata ancha resulta que los pitillo volvieron a la carga. Nunca he entendido en qué largo de falda estoy situada y cuando decidí dejar de teñirme el pelo (en plena pandemia y por falta de peluquerías) resulta que, por una vez, había dado en el clavo y las canas se habían puesto de moda; pero aquello duró seis meses y las mechas volvieron a ser tendencia.

Me dio por correr por las calles cuando nadie corría, y por jugar al tenis mucho antes de que llegara Nadal arrasando. Siendo salmantina, entiendo mal la fiesta taurina (y menos aún que lo llamen fiesta) aunque entiendo que, estéticamente, sea un espectáculo, sangriento y cruel, pero espectáculo. No voy a restaurantes donde la carta esté escrita en inglés, aunque luego despachen huevos rotos de los de toda la vida y el último coche que compré fue el que tenían de muestra en el concesionario y del color que tenían, sin preocuparme lo más mínimo por sus prestaciones; así que deduzcan ustedes que he llegado tarde a los deportes que marcan tendencia, a la nueva restauración y las tonterías derivadas de ella y al coche eléctrico.

He llegado tardea la banca en el teléfono, aunque he tenido que aplicarme y aprender las operaciones mínimas, ¡qué remedio! De la misma manera que he llegado tarde a la nueva ecología, a la comida vegana y sus leches de mil cosas que no son la vaca, al té Matcha y los tebeos japoneses, a la obsesión por ayunar muchas horas sin que haya prescripción médica por medio, las tiendas de objetos reciclados para regalar, los robots de cocina y cualquier otro tipo de robot. Me doy cuenta de que he llegado tarde, e incluso tardísimo, a un montón de cosas que configuran nuestra vida cotidiana y a las que no consigo adaptarme, es más, no he llegado tarde: simplemente no he llegado.

Hace un par de semanas me saqué la Tarjeta Dorada de la Renfe, no sé muy bien para qué, visto que viajar en tren por España (y no digamos para ir o venir de mi querida Salamanca) es una prueba de esfuerzo y a veces hasta un imposible…O quizás sí lo sé: para no llegar tarde a esos beneficios de la tercera edad en la que inexorablemente me encuentro y mejor no me pongo a pensar en lo que viene después, que a eso cuanto más tarde lleguemos mejor.

Concha Torres

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