Las formas más curiosas de la arquitectura suelen resultar atractivas. Son magnéticas y consiguen despistar a los ojos de su camino recto, de su sinceridad desmedida. Porque hay algo en ellas, ya sea de ligereza o pesadez que permite a los pies darse cuenta que son ignorados. Es la separación que promueve la arquitectura la que para al cuerpo.
El muro de piedra de Villamayor que se despliega prácticamente sin solución de continuidad por toda la calle Compañía provoca que tenga que hacer un pequeño desvío cada día en el que la separación o la “separatidad”, como nombra Fromm, se hace más intensa. Los minutos de ascenso junto a la Clerecía son extraños ante el minutero. Siempre son los mismos: hay una cantidad acelerada de turistas intransigentes ante la muchedumbre urbana, decorativa, y furgonetas desesperadas por aparcar ante el palacio. Es esa oscuridad cernida como mochila a los hombros. Porque el desconocimiento sobre estas formas es especular: así como miras a la pesada fachada, esta te devuelve toda su pesadez. Tiene esa parte de recordatorio de por qué siempre huye el viento a la calle perpendicular, de cómo los pájaros evitan el trasunto de letargo laboral. Aquí todos están de paso, no hay nadie que se quede, por eso existe el largo muro. En la calle paralela tampoco hay vida que reseñar.
Conocen los canarios la altura exacta de sus jaulas de plástico porque la recorren ansiosamente. Conocen las personas la longitud de su jaula dorada, del Alto Soto de Torres donde se encuentran las discretas presencias de unos barrotes de formas perfectas e impuras. El prismático edificio es contenedor de una luz que tirita sobre la pizarra. Se alza como un solvente posibilitador del funcionamiento humano: la diafanidad, el espacio corrido, las escaleras anchas, los grandes ventanales. Pero desconocen cómo se manifiestan las verdaderas formas urbanas—esto es, las sociales—en una rutina doméstica consagrada al pensamiento sobre lo ajeno. Más que lo ajeno, sobre “los ajenos”. Ahí aparece la certeza de que estas formas, predispuestas para la unión, solo trabajan en una eterna “separatidad”, pues no se preocupan más que por albergar una función carente de sentimientos, que evita el amontamiento, pero también la reunión. Que afirma la forma constante de los días grises, niega el dolor de una vida consagrada a la palabra para proporcionarle lo más vacío de su ser. Y sin embargo, la rebelión humana ante estas formas de separación en el espacio. La lucha léxica contra las formas puras del cubo, las impuras de la fachada y el rico cromatismo grisáceo del cielo.