OPINIóN
Actualizado 09/05/2025 08:42:59
Mercedes Sánchez

A mí me gustan todas las manifestaciones de afecto. Todas. De todo tipo. Disfruto igual con abrazos, con besos, achuchones o caricias, saludos, miradas...

Soy pródiga en dispensar cariño. Tengo tanto, que nunca se me acaba. Creo que dispongo de un recipiente especial, inmaterial, por lo que no ocupa espacio físico, no tiene paredes, ni tapón, ni puerta ni cierre… en el que se van acumulando todas las variaciones posibles, que son innumerables, y estoy segura de que, cuanto más las comparto, más se van reproduciendo, más se van creando. Es una suerte: son infinitas. Y duran. Y se contagian.

Algunas veces percibo de antemano que no se van a recibir, ni todas, ni tantas. Y eso también es una suerte, porque no me gusta importunar ni invadir ni avasallar, y sé abstenerme. Por eso es tan importante captar cuándo se pueden repartir sin medida o cuándo hay que racionarlas, dosificarlas, contenerlas.

También me entusiasma dar la bienvenida con los brazos abiertos al intercambio de los otros. Abrazos de amigos que te estrechan con su mirada en cuanto te ven, para después envolverte como si te cubrieran con un papel de regalo al que sólo le falta poner el lazo visible que represente todo el afecto.

Pero… He de confesar que los más enormes siempre son los abrazos de mi hijo. Son gigantescos.

Pensaba estos días de atrás que por qué no se celebra a bombo y platillo el día del hijo. Ya sé que a los hijos se les quiere siempre (o casi siempre, porque también existen a veces padres y madres que no quieren o que no saben quererlos). Pero debería dedicarse un día específico en todo el mundo, especialmente a los hijos como el mío. Sí. Eso es. Un día concreto en el planeta.

Para agradecer el regalo de tenerlo cada día, incluso aunque esté lejos. Porque aun estando ocupado, siempre está cerca y disponible en cuanto tiene un segundo.

Para dar gracias por todos los besos que siempre nos hemos dado y que nunca nos quitará nadie, ni se podrán borrar con ningún producto especial, por muy potente que sea, porque están grabados en la atmósfera y protegidos con el algodón de burbujas de las nubes, y porque son impermeables y aguantan todas las tempestades y todas las sacudidas y los maremotos, incluso las posibles invasiones de los extraterrestres.

Estoy llena de gratitud porque todos los abrazos que antes eran, a veces, su refugio y su seguridad, ahora son mi energía, testigos pasados presentes y futuros de tanto intercambio de vitalidad, de fuerza, de amor, de lucha, valentía, amor, ternura y comprensión, de ánimo y acogida, de complicidad y entendimiento, de empatía e ilusión por los mutuos proyectos, de fe en el otro. Siempre creer, firmemente, ciegamente, confiadamente, refugio seguro, espacio incomparable de descanso.

Cada día doy más gracias por quererle sin acapararle. Qué sabiamente la naturaleza eligió el día, con tanto amor, para este inmenso regalo que me hizo la vida.

En un recorrido en el que todo, casi siempre, me ha costado tanto, ha sido el camino fácil, lleno de satisfacciones constantes, de amor generoso… ¡¡Es tanto lo que siempre recibo!!

Sus abrazos siempre son cálidos, acogedores, largos (duran mucho), amplios, altos (cada día son más altos), y envolventes, con esos brazos tan grandes, esas manos tan llenas, ese olor tan agradable…

Y, tras el encuentro, sigue abrazando la cálida conversación que se prolonga tanto como es necesario, porque a veces es preciso amanecer llenando de nuevo la misma jarra de agua para reponer saliva y poder seguir contando tantas novedades e ilusiones que no caben en una sola noche.

Por estas pinceladas y por tantas otras cosas, propongo, por ejemplo, esta fecha, para crear el día del hijo.

Para agradecer tanto, todo, a un hijo como el mío, lleno de tantos abrazos.

Para celebrar los enormes abrazos de mi hijo.

Mercedes Sánchez

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