Dejan las reiteradas, las constantes lluvias de una primavera extraña, charcas llenas de vida que rebosa y cunetas anegadas. Orín en las paredes de la ciudad limpia que se enfrenta, con mirada triste y esperanza de sol, al agua que cae, milagrosa, bienhechora, que alza pantanos hasta el límite que no se veía, cuando las piedras del hambre de todas las sequías se pulían de sol a la vista del visitante.
Y es en la cuneta repleta de agua donde chapotean dos patos con el deseo pertinaz de huir de la charca y tener, entre la cebada que luce un verde desmesurado de tan limpio y regado, un rincón de intimidad lejos de la altura altanera de las ocas y de los requiebros furiosos de las otras parejas que anidan entre los juncos. Aquí a la pareja disidente les ha gustado la cuneta que quizás se seque en unos días de sol, que ofrece espacio verde para camuflar el pico y entretenimiento cuando pasan los coches y hasta los corredores y los perros tirando de la traílla. Claro que, si es el nuestro, no hay peligro de seguir nadando en el breve espacio ganado a la cuneta, al perrete de la casa, sordo y un poco torpón por su edad provecta, ya no le importa que le coman el mandado ni los gatos, ni le paseen los pájaros ante el morrito. Ha llegado al tiempo de la calma y acepta la vida como un regalo sosegado. Pasea torpón hasta la charca, mira legañoso la bandada de patos borrachos de agua, olfatea el resto de los congéneres más jóvenes y ladradores y se frota contra las piernas amorosas que han venido a visitarle. Es un jubilado feliz que espera el sol al abrigo de la caseta mientras mira llover con resignada paciencia. Parece un sabio. Lo suyo ya no sabe de pelotas ni de niños con ganas de hacerle correr ni de pájaros que bajan a aprovecharse de su comedero, no, ahora la vida tiene un ritmo lento de horas que se suceden y alegrías en forma de visita diaria. El tiempo que pasa.
De ahí que los patos escindidos del bullicio, que al principio se han asustado de su presencia peluda, regresen al agua de su piscina particular, de su locus amoenus elegido para hacer nido y poner el futuro de los huevos. El casado casa quiere y esta pareja, ella marrón y recatada, él de un cuello verde luminoso, se ha retirado del mundanal ruido para buscar el retiro acompasado del tiempo amoroso de pareja. Sin agobios hipotecarios y sin cacareos vecinales. Un retazo de agua y un horizonte de verdor fecundo. Y algo más lejos, el amarillo intensísimo, esperanzador, pleno de gracia, de la colza que se alza como una vestidura de oro para el pastor que se eleva hacia un cielo azul con pincelada de nube.
Charo Alonso.
Fotografía: Fernando Sánchez Gómez.