Se han vertido ríos de tinta y papel sobre la amistad, sus características y atributos, sus tipos y sus beneficios. Es unánime el reconocimiento en casi todas las culturas de todos los tiempos que la amistad es algo bueno, un regalo de los dioses o un gran tesoro y que requiere esmero y cuidados, tiempo y cierto esfuerzo. Podría ser interminable el listado de frases y slogans sobre la amistad y lo que supone un amigo para el que lo tiene. En cualquier caso, parece que los pensadores de oficio o de barra de bar coinciden en que es un don dinámico, que puede comenzar o acabar, que evoluciona, y que el tiempo con sabiduría inquebrantable va afianzando, echando unas raíces casi indestructibles, o va rompiendo los vínculos de lo que fuera un día. La amistad nace, crece, se multiplica, y puede morir o al menos, quedar aletargada.
Ciertamente, para comenzar a sembrar una amistad sólo se necesitarían diez minutos de compartir palabras, vida y miradas, y así caer en la cuenta de que esa persona puede llegar a ser un amigo o amiga, si es que él o ella también han sentido ese pinchazo en el afecto, abriendo esta nueva posibilidad. Son como semillas de lo que puede ser una amistad, a veces sembradas en tiempo inesperado y en tierra aparentemente estéril. Entonces surgen deseos de volver a verse, volver a charlar, volver a mirar en la misma dirección. El pequeño problema es que vamos siempre con mucha prisa, y esas semillas se ahogan en el mar de nuestras urgencias e impaciencias. La amistad requiere, como la buena forja, tiempo y esmero.
Hay muchos sabios e ingenieros de lo social que hacen clasificaciones de los amigos, pero yo sólo me quiero centrar hoy en los amigos con mayúsculas, aquellas personas que se pueden contar con los dedos de las manos, es decir, que no son muchos en cantidad. Aquellos seres humanos que son calor del hogar en medio del invierno o un poco de luz cuando la oscuridad arraiga en el corazón. No tienen edad ni género, y pueden ser mucho más mayores que tú o mucho más jóvenes. Ante un amigo, sabes que no serás juzgado ni condenado, pero que te escuchará, lo mismo que él esperará de ti, para recibir después un beso, un abrazo o una mirada de complicidad y cercanía.
Ante un amigo de verdad, no necesitas estar todo el tiempo mandando guasaps, ni hacer muchas llamadas. Puede pasar tiempo, que sabes que cuando vuelves a estar con él o ella, parece como si fuera ayer de nuevo y se mira con más claridad el mañana. Un buen amigo se alegra con tus alegrías, y yo me alegro con las suyas. También lloro con sus fracasos y él llora con mis frustraciones. Pero también me puede decir una verdad que me hace reaccionar o que me escuece, porque es mi amigo. No me pesa hacerle un favor, o sacrificar algo de mí, porque le quiero y ante su presencia, no necesito estrategias, ni medir palabras, ni tan siquiera ponerme algo de maquillaje para disimular heridas.
A los amigos y amigas las elijo yo, y eso me supone una gran responsabilidad pero también una gran libertad. No me vienen dados por la sangre, ni por un contrato. ¡Cuánto tendría que agradecer a mis amigos! ¡Cuánto bien me hacen y qué pocas veces se lo digo! Sí, yo sé que yo también algo aporto a la vida de mis amigos y amigas, pero necesitaría expresárselo más veces. Si miro mi historia y la repaso, ¡qué buenos amigos he tenido! Algunos hace tiempo que los perdí de vista, pero añoro su cercanía y nuestras conversaciones cómplices. En otras ocasiones, el recuerdo de algunos amigos o amigas me produce dolor por la pérdida o la separación, que no siempre fueron pacíficas. Y qué buenos amigos y amigas tengo, aunque en realidad no las poseo ni son de mi propiedad.
De vez en cuando, la vida te regala nuevos amigos y amigas. Estoy abierto para recibirlos y espero no ser tan necio de cerrarme a su llegada. Y sobre todo, que sepa cuidar a los de ahora, y dejarme cuidar. Amigo y amiga, hermano y hermana del alma. Aunque no lo sepas, ya llevo tu nombre tatuado en mi corazón, entre cicatriz y cicatriz, entre anhelo y esperanza. Gracias por tu amistad.