OPINIóN
Actualizado 23/04/2025 09:26:25
Juan Antonio Mateos Pérez

“La pobreza no es una ideología ni una bandera. Es carne. Son rostros. Son manos que se extienden. Son ojos que esperan. He aprendido que los pobres evangelizan. No porque sepan más, sino porque han tocado más de cerca el costado abierto de Cristo.”

FRANCISCO

“Prefiero una Iglesia herida, golpeada y sucia por haber salido a la calle, antes que una Iglesia enferma por el encierro y la comodidad de aferrarse a sus propias seguridades…”

FRANCISCO

Esta semana nos disponíamos a redactar un artículo sobre la lectura y el libro. Sin embargo, la actualidad eclesial nos ha colocado en un lugar distinto: la inesperada noticia del fallecimiento del papa Francisco ha cambiado el rumbo de nuestras palabras. Ha partido en silencio el pastor que vino del fin del mundo, con la sobriedad de quien no busca dejar huella, sino sembrar esperanza. Con los pies desgastados por el camino y el corazón lleno de nombres, abrazó a pueblos, religiones, culturas y heridas. Quiso ser el papa de los pobres, fue la voz de los que no tienen voz. Creyó en la mística de lo pequeño, en la fuerza de la bondad, en la belleza escondida de los que sirven en silencio. Hizo de la misericordia un nombre de Dios y de la ternura una forma de verdad. Queda su nombre, escrito con sencillez junto a los grandes testigos de la fe.

En cada época, el Espíritu Santo suscita voces proféticas que ayudan a la Iglesia a volver al corazón del Evangelio. En nuestro tiempo, el Papa Francisco ha sido una de esas voces. Se están diciendo muchas cosas sobre él, pero yo quiero destacar una dimensión que atraviesa su papado: la misericordia. Su palabra, su testimonio y su cercanía con los más humildes han hecho visible una verdad que la Iglesia no puede olvidar: la misericordia es el nombre de Dios, y los pobres son su morada preferida (Evangelii Gaudium, 198).

En un mundo marcado por la prisa, la indiferencia y las heridas, hay una palabra que puede abrir caminos nuevos: misericordia. No es solo un concepto teológico o una emoción pasajera, sino una forma de vivir, de mirar, de actuar. Y si hay alguien que ha encarnado esta palabra en nuestro tiempo, es el Papa Francisco. Desde el inicio de su pontificado, Francisco ha repetido una y otra vez que Dios no se cansa de perdonar. Él mismo lo expresó con claridad: “Jesucristo es el rostro de la misericordia del Padre” (Misericordiae Vultus, 1).

La misericordia no es solo una emoción. Es un modo de actuar. Francisco habla de una Iglesia que sea hospital de campaña: que cure antes de juzgar, que abrace antes de condenar. Prefiere, como ha dicho, “una Iglesia que se equivoque por exceso de misericordia a una que se encierre en el rigorismo de la ley” (Evangelii Gaudium, 47). Esto no significa relativizar el Evangelio. Significa vivirlo. Porque el Evangelio no es una lista de normas, sino un encuentro con un Dios que baja al barro de nuestras vidas. Y allí, en el polvo del camino, en las lágrimas del pobre, en el silencio del que sufre, Dios actúa.

Cuando Francisco apareció por primera vez como Papa en el balcón del Vaticano, no dio un discurso grandilocuente. Solo dijo: “Hermanos”. Ese gesto, sencillo y lleno de significado, resumía todo lo que venía después. No llegaba un jefe, ni un príncipe. Llegaba un pastor. Uno que no venía a dominar, sino a servir. Uno que no quería estar lejos, sino caminar con su pueblo.

Desde entonces, su vida ha sido una predicación silenciosa pero contundente. Ha elegido vivir en la residencia de Santa Marta, no en el palacio. Ha visitado cárceles, hospitales, campos de refugiados. Ha llorado por los migrantes muertos en el mar. Ha denunciado la guerra y la pobreza como escándalos morales. Pero, sobre todo, ha hablado con gestos que acarician las heridas del mundo.

Para el Papa Francisco, los pobres no son un problema que resolver ni solo personas que necesitan ayuda. Son, ante todo, maestros de humanidad y testigos de fe. Lo ha dicho con fuerza: “También yo podría haber sido uno de los descartados” (Fratelli tutti, 75). Esa cercanía no es solo sentimental; es profundamente evangélica. En los pobres, dice el Papa, está Cristo mismo.

La Iglesia, por tanto, no puede ser neutral. Tiene que optar por los pobres. No como una moda, sino como una fidelidad. Una Iglesia que no defienda a los pobres, que no consuele a los sufrientes, traiciona el Evangelio. Jesús se identificó con los hambrientos, con los desnudos, con los migrantes, con los presos. Si no reconocemos su rostro en ellos, corremos el riesgo de construir un cristianismo vacío.

Francisco insiste en que la fe verdadera no es solo doctrina o devoción. Es vida compartida. Es oración con los pies en la tierra. Es presencia en medio del dolor. Por eso habla de una Iglesia en salida: que no se encierre, que no se vuelva autorreferencial, sino que escuche, abrace, acompañe.

Su espiritualidad nace de lo cotidiano: de los abuelos inmigrantes que cruzaron el océano, de las madres que rezan en silencio, de los hombres y mujeres que luchan cada día para vivir con dignidad. En ellos, dice el Papa, está la presencia del Espíritu Santo. En sus manos calladas, en sus pasos humildes, en su fe sencilla. La misericordia se hace carne en esas vidas que nadie ve, pero que sostienen el mundo.

Francisco no habla solo a los obispos o sacerdotes. Habla a todos. Su insistencia en la misericordia es también una invitación: cada cristiano está llamado a vivir con entrañas de compasión. No es necesario hacer grandes discursos. Basta con mirar con amor, consolar al que está solo, tender la mano al que cae, escuchar al que no tiene voz. En medio de un mundo que levanta muros, el Papa nos llama a construir puentes. “Solo quien levanta puentes sabrá avanzar; el que levanta muros acabará preso de su propio encierro” (Fratelli tutti, 27). Esa es la clave de la misericordia: abrir el corazón al otro, incluso si es diferente, incluso si duele.

En su autobiografía, Francisco dice que su vida ha sido sostenida por un hilo de gracia. Un hilo frágil pero fuerte, como la esperanza. Y esa es otra clave de su mensaje: la esperanza no es ingenua, es valiente. Es seguir creyendo cuando todo parece perdido. Es confiar en que, incluso entre las ruinas, puede florecer algo nuevo. Esa esperanza nace de la misericordia. Porque quien ha sido tocado por el amor de Dios no puede quedarse quieto.

La misericordia no es una opción entre muchas. Es el alma del Evangelio. Es la ternura con la que Dios se inclina ante nuestras heridas, y la mirada con la que nos llama a inclinarnos ante las heridas del mundo. El Papa Francisco, con la sabiduría que brota de la vida vivida desde el dolor y la esperanza, nos ha recordado que la Iglesia solo es fiel a su Señor cuando camina junto a los últimos, cuando se arrodilla para consolar. En los pobres, en los migrantes, en los descartados, está el lugar teológico donde Dios habla con más fuerza. Esa es la Iglesia que ha soñado Francisco: una Iglesia madre, samaritana, abierta, herida y curadora.

Hoy, más que nunca, estamos llamados a vivir esa misericordia. A dejar que toque nuestras seguridades, transforme nuestros juicios, y nos convierta en testigos del amor que no excluye, que no condena, que no olvida. Porque, como dijo Jesús: “Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia” (Mt 5,7). Y en esa promesa se encierra la esperanza de un mundo nuevo, nacido del corazón de Dios.

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