Este país no tiene arreglo. En vísperas de Semana Santa España era un valle de lágrimas: lloraban los jóvenes estudiantes fuera de casa por no poder disponer de un piso para ellos solos, los que trabajaban porque se les iba el sueldo en pagar un alquiler, y los que estaban en paro porque no encontraban un trabajo a medida de su deseo; lloraban las familias porque era imposible conciliar la vida familiar y laboral; lloraban las amas de casa por la subida de los precios, los médicos porque ganaban menos de lo que merecían, y los señores del campo porque este año no podían llorar por la sequía; llorábamos todos porque no teníamos tiempo para socializar, algo que llevábamos haciendo toda la vida, aunque seguimos creyendo que fue la pandemia la que nos enseñó la lección.
Pero llegó el Viernes de Dolores y aunque los Marianos Medina, que es como sigue llamando un amigo mío a los respetabilísimos hombres del tiempo, anunciaron lluvias, nieves, vientos y temperaturas de pleno invierno, se curaron todos los males, y más que una semana de abril, ha sido una semana de agosto. Difícil por no decir imposible conseguir una cita para resolver cualquier trámite: la mayoría de los empleados estaban de vacaciones. Dicen los datos que la mayoría de los hoteles han estado al cien por cien, que ha crecido el número de españoles que han viajado al extranjero, que las playas se han llenado y que los desfiles procesionales han recibido más visitantes que otros años. Y comer o cenar en un restaurante sin tener reservado ha sido imposible. Estupendo. Genial. Es para celebrarlo todos. Pero ante estos dramas que desaparecen con unos días de fiesta cabe preguntarnos qué hay de verdad y qué hay de mentira en tantas llantinas que consiguen preocuparnos porque de un modo o de otro todos sufrimos las consecuencias.