OPINIóN
Actualizado 03/04/2025 08:48:46
Álvaro Maguiño

No dejamos de ser objetos sujetos al tiempo. Ahí estamos, enajenados ante el rítmico tedio del reloj. A las doce de la mañana, en la Plaza del Concilio de Trento hay una especie de reconciliación entre la humanidad y el reloj. Las campanas tañen una versión dulce del Ave María por el Ángelus. Mi conversación colapsa, no hay solución de continuidad para este estúpido día en el que no pasa nada más que el polvo por acumulado en las juntas de los sillares.

Quizás el refranero español guarda algo más que ingeniosos juegos de palabras o saberes generacionales. Hay en sus conocimientos intrincados, en su audaz lenguaje, el tejido de la comunidad. Son admonitorios, personalistas y sobre todo paternalistas. Se sienten como una palmadita en el hombro con el simple designio de un “espabila”. Porque las palabras están igual de sujetas al tiempo que el propio individuo. No escapan de la voracidad del reloj, sino que se aprovechan de este peligro para arañarte las entrañas con la promesa de la enseñanza generacional. Pero el refranero español pierde por completo su efectividad en la cama vacía. No existe nada de él, no hay ninguna idea sapiencial perenne a la que atender. Por eso no entiendo qué me quiere decir con esas frases tópicas.

Soy insistente con la percepción temporal. A veces resulta una obsesión, pues en mi afán por comprender los sucesos, atribuyo ciertas cualidades pseudomísticas a los momentos del día consumidos por el fuego del reloj. Entre palabra pensada y palabra formulada hay un lapso de varios minutos que evidencian la pérdida de mis ganas de hablar, aunque también de escribir. No hay nada imprescindible ni urgente. No está Roland Barthes gritándome al oído ni mucho menos me alecciona el refranero. Solo está el tiempo que he pasado en la cama esperando. Porque estoy tan sujeto al tiempo como los frescos de las iglesias románicas. Y como seres humanos no existe mediación que haga no desesperar al que espera.

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