OPINIóN
Actualizado 04/03/2025 09:55:36
Marcelino García

El Protocolo Italia-Albania es un claro ejemplo de cómo Europa está retrocediendo en sus principios fundamentales de derechos humanos y justicia. Las prácticas de detención extraterritorial y la repatriación forzada sin respeto por el derecho de asilo no son soluciones, sino una respuesta hipócrita a un problema que requiere un enfoque humano y solidario.

Matteo Lentini

Defensor de los derechos humanos

El 15 de febrero de 2024, el Senado italiano aprobó el proyecto de ley de ratificación y ejecución del Protocolo Italia-Albania para el fortalecimiento de la colaboración en materia migratoria, acordado el pasado 6 de noviembre entre la presidenta del Consejo, Giorgia Meloni, y su homólogo albanés, Edi Rama. El Protocolo, con una duración inicial de cinco años, prevé la cesión en Albania de dos áreas estatales para la creación de dos estructuras destinadas a la retención de extranjeros irregulares y solicitantes de asilo. Las dos áreas identificadas tras el acuerdo entre los dos mandatarios fueron concebidas para albergar a los migrantes (hombres, no vulnerables y procedentes de países seguros) que se pretendía repatriar rápidamente tras la evaluación de su solicitud de asilo.

El procedimiento de «admisión» en el centro se estructura de la siguiente manera: en el puerto de Schengjin se ha habilitado un punto donde se identifican los migrantes rescatados en el mar exclusivamente por barcos italianos; tras el registro de sus datos personales, los individuos son trasladados a Gjader, a unos veinte kilómetros tierra adentro, donde hay tres estructuras: un centro de retención de solicitantes de asilo (con capacidad para 880 personas), un centro de permanencia para la repatriación (144 plazas) y una prisión (20 plazas).

Italia asume la construcción y gestión de los centros (por aproximadamente 62 millones de euros), pero, como de costumbre, los costos parecen ser el enigma más difícil de resolver. En total, los gastos enumerados en la ley de ratificación ascienden a aproximadamente 650 millones e incluyen una amplia variedad de partidas, desde mantenimiento hasta contratación de personal, seguros y desplazamientos del personal desde Italia; este último es el gasto más significativo (más de 250 millones).

El proyecto italiano, incluso antes de materializarse, ya ha provocado una profunda división en el Consejo Europeo, generando fuertes desacuerdos entre los Estados miembros. Bélgica se ha manifestado firmemente en contra del modelo, subrayando que prácticas similares han demostrado ser ineficaces, costosas y potencialmente lesivas para los derechos humanos. Con un tono aún más crítico, Francia y Alemania han expresado serias dudas, destacando que la externalización de la gestión migratoria no es una solución y que Europa debería enfocarse en fortalecer los mecanismos de acogida e integración.

Por otro lado, este modelo ha recibido el entusiasta apoyo de gobiernos de derecha y, en particular, de la extrema derecha, como el de Viktor Orbán, quien lo ha calificado como «un buen modelo», o el de Geert Wilders, líder del Partij voor de Vrijheid neerlandés, que ha propuesto replicar un sistema similar en Uganda. También se ha sumado al respaldo la primera ministra danesa, Mette Frederiksen, quien ha elogiado la iniciativa pidiendo «nuevas soluciones» en la gestión migratoria que incluyan deportaciones y centros extracomunitarios. Al inclinarse hacia la derecha, este modelo ha sido alabado y, en consecuencia, rápidamente adoptado también por Estados Unidos; de hecho, Donald Trump ha planteado la idea de remodelar y ampliar las instalaciones de Guantánamo, tras haber firmado un acuerdo con El Salvador para la gestión externa de migrantes irregulares. Desafortunadamente, esto demuestra que el enfoque italiano no es un caso aislado, sino parte de una tendencia más amplia de la derecha mundial a delegar la gestión migratoria en terceros países. Un viento autoritario sopla cada vez más fuerte en Europa y más allá del Atlántico, con gobiernos que ven en los centros de detención fuera de sus fronteras una forma de eludir las obligaciones jurídicas y humanitarias.

Es importante señalar que la imposición de estos centros en territorios de otros países nunca es fruto de una negociación equitativa, sino más bien el resultado de acuerdos desiguales en los que, generalmente, una potencia impone su voluntad a cambio de financiación y concesiones económicas. Así, Albania es tratada como un territorio de servicio, que podríamos definir, a pequeña escala, como una «zona colchón», donde se detiene a los migrantes lejos de la vista de la opinión pública europea. Esto refleja el modelo adoptado por otras potencias en el pasado (y presente) colonial; basta pensar en Estados Unidos con Panamá y Cuba, y en cómo, cuando surgían cuestiones controvertidas, se trasladaban (o se trasladan) a otros territorios para evitar repercusiones y problemas políticos internos. Este concepto de «gestión offshore» de la inmigración, además de ser una violación de los derechos fundamentales, alimenta un mecanismo de dependencia y subordinación entre países en lugar de fomentar un clima de cooperación real.

Afortunadamente, por ahora, el sistema ideado por el gobierno de Meloni no solo es éticamente cuestionable, sino que ya ha sido rechazado varias veces por los magistrados italianos y europeos. El Tribunal de Apelación de Roma, junto con el Tribunal de Casación y el Tribunal de Justicia de la UE, ha declarado ilegales los procedimientos italianos de detención y repatriación de migrantes, ya que violan el derecho europeo e internacional.

El sistema presenta graves problemas, entre ellos la negación del derecho a la defensa. Los migrantes retenidos en Albania no pueden acceder a un abogado ni preparar adecuadamente sus audiencias, lo que viola el artículo 24 de la Constitución italiana, el artículo 6 del Convenio Europeo de Derechos Humanos (CEDH) y el artículo 47 de la Carta de Derechos Fundamentales de la UE. Además, las solicitudes de asilo son sistemáticamente rechazadas como «manifiestamente infundadas», lo que confirma la intención del gobierno italiano de negar protección a los migrantes, violando la normativa internacional.

El criterio arbitrario con el que algunos migrantes son enviados a Albania, sin ninguna transparencia en la toma de decisiones, agrava aún más la situación. Además, los solicitantes de asilo solo tienen siete días para presentar un recurso, pero su posibilidad de hacerlo se ve gravemente comprometida por la detención en el extranjero y la imposibilidad de designar un abogado de confianza, lo que viola el derecho de acceso a la justicia y el principio de no devolución establecido en la Convención de Ginebra.

El Tribunal de Apelación de Roma no ha validado la detención y ha remitido el caso al Tribunal de Justicia de la UE, que deberá determinar si Albania puede considerarse un país «seguro». Sin embargo, la gestión italiana de la inmigración parece claramente orientada a la eliminación del derecho de asilo, basada en medidas propagandísticas que socavan el Estado de derecho y los principios fundamentales de la justicia internacional.

Así, el Protocolo Italia-Albania es un claro ejemplo de cómo Europa está retrocediendo en sus principios fundamentales de derechos humanos y justicia. Las prácticas de detención extraterritorial y la repatriación forzada sin respeto por el derecho de asilo no son soluciones, sino una respuesta hipócrita a un problema que requiere un enfoque humano y solidario. El gobierno italiano, con la complicidad de alianzas políticas cuestionables, intenta imponer un modelo que no solo viola y seguirá violando los derechos fundamentales de las personas, sino que traerá graves consecuencias sociales y políticas si se implementa. No podemos permanecer en silencio ante este abuso de poder. Es momento de actuar con firmeza.

Las instituciones jurídicas y las organizaciones de derechos humanos deben intensificar su resistencia, no solo denunciando, sino interviniendo para detener el proyecto, como ya lo ha hecho parcialmente el Tribunal de Apelación de Roma. La sociedad civil debe seguir movilizándose, presionando a los responsables políticos para frenar este plan y reafirmar que la inmigración no es un problema de orden público que deba gestionarse con aislamiento y represión, sino una cuestión que concierne a la dignidad humana y al respeto de las leyes internacionales. No podemos permitir que la violación de los derechos fundamentales se convierta en la nueva normalidad; hay que combatir con fuerza esta tendencia y reafirmar que la dignidad humana no es negociable.

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