OPINIóN
Actualizado 03/03/2025 20:26:19
Charo Alonso

Nos alcanza siempre la primavera por sorpresa, con los brotes que llenan los árboles de la plaza por la que gira la vida al paso de nuestras preocupaciones. Y nos solazamos con la idea de abandonar el abrigo sobre el banco para ver pasar, más ligeros de equipaje, el autobús que nos lleva, el coche que circula como los pasos lentos de nuestros mayores, esos que, dice el Eclesiastés, siguen dando ofrendas… como las ancianas higuera, los manzanos viejos y las ramas torturadas de un venerable olivo que da el fruto cierto de la alabanza franciscana. Tiene la placita de cuatro árboles bendición primaveral, sí, pero se levanta el viento y el frío nos recuerda que los vientos de marzo escarean a las damas en sus palacios, como dice mi tía.

Regresamos a la casa y nos refugiamos en el calor del calendario que se ha retrasado este año y nos lleva el carnaval al interior, porque hace frío y el niño disfrazado se arrice en la calle y en el patio del colegio. Coinciden el Ramadán y la Cuaresma y ahí está medio mundo de ayuno y abstinencia, de espera y desesperación en medio de las noticias adversas, de las riadas y hasta de las sequías que no alimentan a los corderos, ni a los del silencio, ni a los de un Marruecos arrasado por el polvo que no da hierba ni siquiera para que la arranque una cabra paupérrima. Y en la cocina de mi madre se piensa en el potaje de bacalao y en la mía le doy vueltas a la sopa harira que me enseñaron a hacer mis vecinas de Talayuela. El viernes es de pescado y se come en las casas de algunos de mis alumnos cuando ya no se distingue un hilo negro, cae el sol y se rompe el ayuno, leche y dátiles para iniciar la fiesta que, en esa Gaza asolada, se celebra entre las ruinas que quieren los infames convertir en un paseo marítimo de cemento y ruindades.

Tiene la cuaresma un olor a cirio encendido, a silencios de infancia sin radio y con nubes de tormenta ahí donde el cielo se junta con el suelo del cementerio, ceniza en la frente que el musulmán posa sobre la tierra. La mía fue una niñez de abuela pía y abuelo respetuoso, pero que no perdonaba el parte a la hora de la comida. Había que estar informados hasta que de la radio pegada a la pared no salía más que música religiosa. Luego vendría la tele y su aluvión de películas de romanos, y mientras, pescado, bacalao puesto a desalar y mucha visita a la iglesia cuya puerta parecía aún más oscura y misteriosa. Por el contrario, el ramadán se alargaba en los barrios de mis alumnos como un día largo y somnoliento que estallaba de júbilo en el crepúsculo que iniciaba la noche y la comida compartida. Farolillos de luz para iluminar las sombras, esperanza y mesa llena. Paciencia, generosidad y gusto por las pequeñas cosas… y sobre todo, conciencia del tiempo que vivimos. Esa quizás sea toda enseñanza.

Charo Alonso. Fotografía: Fernando Sánchez Gómez.

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