Cuando hace algunas semanas le propuse a un amigo leer su voluminoso manuscrito de artículos, relatos breves, cuentos, escritos a lo largo de la última década, manuscrito destinado a la publicación, no se me pasó por la cabeza que esta lectura iba a ser para mí una rica experiencia en el triple conocimiento de mi función como lector, en el conocimiento de qué es la amistad y en el poder de la palabra escrita.
Previa a esta experiencia de lectura de su manuscrito se unían mi conocimiento de él, como hombre bien integrado en la sociedad de esta capital de provincia, mi familiaridad con sus opiniones sociales, políticas, artísticas, morales, su gran cultura clásica, y su equilibrio entre hombre de reflexión y hombre de acción.
¿Qué más me aportaría la lectura pausada de cientos de horas de escritos semanales a mi imagen de él?, me pregunté inicialmente. Poco a poco esta lectura me fue haciendo comprender que el lenguaje escrito destinado a ese Otro, es muy diferente al lenguaje verbal, fragmentado, que utilizamos en las conversaciones diarias. En las charlas en torno a una mesa, tomando café, unas cervezas o unos vinos, comentando las últimas anécdotas de nuestra ciudad o de nuestro país, o del grupo de conocidos, las frases se quiebran, los pensamientos son interrumpidos por múltiples estímulos del entorno, se diluyen en la sensación de que todas las palabras y opiniones que estamos oyendo, ya los hemos oído muchas veces. Estamos charlando, no estamos comprometiéndonos con las frases que pronunciamos ni con las que oímos.
La lectura del manuscrito de este amigo me iba demostrando cómo una persona, delante de un folio en blanco, con esa frecuencia disciplinada de cada semana, escribiendo su verdad (no cuando alguien elabora un escrito pagado por su empresa) finalmente expresa el conjunto de afectos, valores, dolores, alegrías y desengaños que han fraguado su vida. Y cuanto más le duela, o le libere, escribir una afirmación, una anécdota, una supuesta opinión, más la repetirá en esos escritos, auténticos retratos de sí mismo.
Al cabo de algún tiempo de lectura, intuiremos lo que va a repetir, lo que va a evitar escribir (en general sin ser consciente de ello), lo que le hace vivir y lo que le hace odiar ( en estos tiempos de odios y rechazos).
Finalmente, cualquier lector atento verá lo que yo veía en esta lectura enriquecedora: que todo sujeto, cuando toma conciencia de sí mismo, toma conciencia de su soledad, pues cada individuo somos irrepetibles. El motivo y la necesidad de querernos ver reflejados en grupos afines es crear el espejismo de que no estamos solos.
Pero cuando te pones frente a la pantalla o el folio en blanco, amigo lector, descubres tu radical soledad, que a la vez es la mayor riqueza de tu vida.