Dicen los gurús de las relaciones personales que, cuando uno se encuentra más de una vez con un amigo y le dice “a ver si quedamos un día”, eso significa que la amistad está rota. Sin ser yo seguidora de los gurús que hay para todos y cada uno de nuestros actos cotidianos, he de decir que en esto del “a ver si quedamos”, un poco de razón sí que tienen. La amistad es un jardín de flores delicadas que se marchitan con facilidad y requieren muchos cuidados, muchos más de los que estamos dispuestos a dedicarles. Y les aseguro que llegada cierta respetable edad, como la que estoy a punto de cruzar, el jardín va teniendo menos flores, son más delicadas que nunca, somos nosotros jardineros más torpes y más perezosos y corremos el riesgo de acabar en un erial; verbigracia, muy solos.
Es difícil conservar los amigos si nos empeñamos en congelarlos en el momento en el que los conocimos y decidimos incorporarlos a nuestra vida. Es difícil que sigan siendo los mismos, como no lo somos nosotros tampoco y, lo más frecuente, es que se hayan convertido en seres llenos de manías, preocupados por su salud y los impuestos, llenos de achaques, de digestión pesada, poca pierna y menos tolerancia de la que tuvieron tiempo atrás; los amigos con los que nos hacemos muy mayores (que Dios nos los guarde muchos años) son el espejo en el que no queremos mirarnos porque nos devuelven la propia imagen de nuestro envejecimiento.
Es curioso esto de la amistad. Funciona desde siempre porque con los amigos no hay que firmar papeles, no hay una obligación de quererse como la obligación que crean los lazos de sangre, se les quiere porque sí; es más, con ellos se puede despotricar de la familia propia, del cónyuge (propio o ajeno) y de muchas otras cosas y, en su compañía, las horas parecen minutos, los días horas y los minutos, segundos. Por todo ello la amistad en un bien preciado; y por todo ello el que cambie de formato, de intensidad o de frecuencia nos perturba tanto. Porque también hay amistades que son como los amores difíciles, a los que con veinte años estamos dispuestos a consentirles todo pero que a los sesenta nos resultan pesados y preferimos digerirlos espaciadamente, e incluso tenemos la tentación de no digerirlos más.
Yo, que vivo a caballo entre dos países, dos culturas y dos ciudades que solo tienen en común una plaza mayor de caerse de espaldas, tengo sembrados dos huertos llenos de amigos, y tengo que estar permanentemente regándolos y abonándolos en la distancia, según sea el lugar donde me encuentro. No soy tan ingenua como para pensar que conservaré ambos huertos en perfecto estado y rebosantes de frutas y hortalizas hasta el día de mi muerte o de mi tontuna si es que esta última me ataca; iré perdiendo presencias y llorando ausencias (alguna ya la estoy llorando) y sé que si no me esmero lo suficiente, la amistad que nos parece indestructible se irá desvaneciendo como neblina mañanera; y que tengo que hacer un esfuerzo por aguantar algún desplante, manías, silencios inexplicables y esos cónyuges y parejas varias que a veces forman un dúo con el amigo o la amiga de turno al que querríamos para nosotros en exclusiva y en singular. Pero peor es quedarse solo en el momento de la vida en el que hace falta más compañía.
De la ciudad donde vivo habitualmente se están marchando, en un cuentagotas cruel y constante, muchos de los amigos con los que recorrí una parte interesante e intensa del camino de mi vida; es esta una ciudad de paso, qué le vamos a hacer. En la que nací y a la que vuelvo todo lo que puedo, me aguardan siempre con los brazos abiertos unos amigos (y, sobre todo, unas amigas) que me conocen mejor que yo a mí misma y que son esos hacen que te preguntes si todo este tiempo vivido y todos esos años de ausencia, han transcurrido de verdad.
No estoy dispuesta a renunciar ni a los unos ni a los otros, que se den por aludidos los que lo deseen y…A ver cuándo quedamos.
Concha Torres