Cuando llegue el sol de febrero, en el que busca la sombra el perro, se sentarán en los bancos que miran al alto de la plaza circular los quietos de mi barrio con sus bastones al lado, sus andadores al otro para ver pasar la vida y los coches que giran, el autobús que sorprende con su grácil cristalera y las gentes del sábado y sus bolsas de la compra, las del domingo y su misa de las doce, su periódico doblado y su barra de pan junto a la ropa. Ahí en los bancos bajo el árbol que guarda al pájaro y el milagro de los brotes, los quietos de mi barrio contemplan el paso de los inquietos, siempre a la carrera, yendo y viniendo y arreando niños y recados. Nada hay más sosegado que su mirada atenta, y saludan al pasar a los unos y los otros, mientras el perro que tira de la traílla se detiene a olfatear el bajo de sus pantalones, la desusada zapatilla.
Cuando llegue el sol de las mediodías y hayan pasado las lluvias, las nieblas y las heladas frías, se sentarán de nuevo mis gentes a mirar pasar el tiempo que les queda. Ven crecer a los niños de la plazuela, separarse a las parejas, llegar a los nuevos de un barrio modesto en el que antes, se conocían todos en los tiempos de la falta y de la fábrica de calzado. Eran los ferroviarios llegados de un campo que no daba para nada, o los valientes deseosos de ciudad y de otros horizontes que no fueran la loma del cereal o el trabajar para el amo de la tierra. Sus historias son la misma, esfuerzo y dignidad, hijos que salieron de todas las maneras, y ahora, en el devenir de los días que les pesan, permanecen en su casa, deseosos de salir a sentarse a la plazuela, ahí donde ver pasar la vida que les queda.
Tienen mis vecinos el archivo del barrio entre sus venas. De ahí que miren el paso apresurado con cierta condescendencia. Corremos y acarreamos, la prisa nos envuelve con el paso del coche o el autobús y no llegamos y solo nos detenemos en la terraza del bar de barrio cuando ya nos puede el deseo de pararnos y el amor de una cerveza. Ellos saben que no sirve para nada tanta prisa y tanta diligencia. Hicieron lo mismo en los tiempos en los que acarreaban la comida, llegaban de trabajar, acompañaban a los niños a la escuela. Ahora han perdido la prisa y nos mira con sorna cierta. Son sabios y quisieran decirnos que no corramos, o al menos, que nos sentemos a mirar la geometría feliz de la plazuela, sentir el sol de febrero, anuncio de primavera. Pero siempre tenemos prisa y pasamos con premura, sin apenas saludar, dispuestos a la pelea.
Charo Alonso.
Fotografía: Fernando Sánchez Gómez.