El borrado de mensajes en los móviles del fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz, deja sin la mejor prueba del delito que se le acusa, el de filtrar datos de los correos electrónicos del empresario Alberto González Amador, novio de Isabel Díaz Ayuso. O sea, que de momento no se sabe si filtró, ni a quién ni cuándo lo hizo.
En principio, si no hay cuerpo del delito, no es fácil esclarecer un crimen. De ahí las sospechas de que el borrado de datos no fue casual ni respondiendo a un protocolo habitual de seguridad. No bastan esas sospechas, por supuesto, para establecer la existencia de un delito. Salvando las distancias, sería como si en un presunto homicidio no apareciese el cadáver y se supiese que el principal sospechoso habría limpiado a conciencia el escenario del posible delito. Suspicacia hacia esa acción toda la que se quiera. Evidencia, ninguna.
Claro que en los casos criminales existen otro tipo de pruebas indiciarias, con lo que la existencia del delito puede ser probada de todas formas. Aquí, incluso, cabe la posibilidad, remota, eso sí, de recuperar los mensajes borrados. Pero no parece fácil, como digo, y el Tribunales Supremo por eso sigue también por otros derroteros.
Lo peor no es eso, sino que el presidente del Gobierno ya ha hecho su juicio declarando inocente a Álvaro García Ortiz. “¿Quién pedirá perdón ahora al Fiscal General del Estado?”, ha formulado explícitamente. Y es que el cargo, para él, no es independiente sino que es de “su” Gobierno, como ha reconocido varias veces. O sea, que la resolución del caso, en uno u otro sentido, afectará al Gobierno de la nación.
De ahí, la importancia del borrado, de las sospechas sobre su motivación, de la acusación ante el Tribunal Supremo y del resultado de la culpabilidad o no de la fiscalía general. Estamos ante un caso que no es tan menor como pudiera parecer y al que todo lo que le rodea, empezando por la propia asunción de Pedro Sánchez, convierten en un suceso de extraordinaria importancia.