La niña bonita no entiende de dogmas y sí de rituales, y cada vez que llega la navidad dispone en primer plano la mula y el buey a despecho de las indicaciones del papa alemán que sería un melómano y un sabio, pero que tenía poca conciencia de la tradición y del bestiario de la costumbre. Una costumbre que labra, año a año, el surco de los días, de la vida que construye el recuerdo de los niños a veces a despecho de los mayores.
Mi abuelo le daba en Nochebuena doble ración de comida al ganado y se sentaba como todos los crepúsculos al amor de la lumbre a fumarse el último cigarro del día. La cena había sido diferente y ruidosa, nunca excesiva, con el culín de vino dulce en el cristal de las grandes ocasiones. Ya en casa de mis padres, la mesa tenía el mantel y los platos del ajuar de bodas, esos que se usan con cuidado y se secan con mimo y que ahora busco en los anaqueles de la memoria porque soy yo la que extiendo el mantel de la pérdida y el deseo de la costumbre. Y mi hija establece sus rituales mientras recorre con los dedos los espacios de la mesa cada vez más vacía y sin embargo, queda la alegría entre los muros al pensar en días de verano en los que todos cabemos y no nos turnamos.
Mientras en las calles nos apresuramos y envolvemos en papel que cruje y tiendas llenas, hay un frío que recorre las soledades y nos recuerda la falta y el deseo de vivir de otra forma fechas señaladas. Y conseguimos tomar los días con la calma reflexiva de la vela, con el bocado pequeño, el brindis medido, la casa sosegada. Y es el hábito del cristal heredado el que choca feliz mientras la mula y el buey le dan calor al niño que yace en el suelo, su casa derruida por una bomba, su padre salido de una cárcel siria o en la trinchera del frío. Un niño con la piel azulada y la certeza del hospital o de la casa compartida ahí al otro lado del mar que nos separa de la falta del privilegio. Es la vida que nos recuerda sus desgarros y, al mismo tiempo, el tejido apretado del cariño, del mensaje que se intercambia, del recuerdo del hálito que calienta, humilde y animal, al pequeño refugiado.
En los márgenes de lo familiar y consabido se guarda el cariño de quienes entregan estos días su tiempo a los que sufren. Y pienso en mis chicos en los centros de acogida, en sus familias de pisos compartidos, en sus padres ocupados en la tarea que no llegarán a la cena. Y entonces me consuela pensar que habrá otra rutina, la del amor fraterno que no sabe de fechas, la de las fechas que no saben de números, la del encuentro que se repite día a día. Y de nuevo siento el aliento cálido de la costumbre, del amor por una mula y un buey que quizás nunca estuvieron, pero que sí nos calentaron con su historia feliz, su necesidad de apego. Feliz noche a todos a los que quiero.
Charo Alonso.
Fotografía, museo de las Claras. Fernando Sánchez Gómez.